La tarde caía lentamente sobre la ciudad, y los rayos del sol teñían las fachadas de las casas aristocráticas con un tono dorado, como si intentaran maquillar con luz las sombras ocultas en sus muros.
Para Julien, esa luz se sentía lejana, una ilusión que no alcanzaba a rozar, atrapado en el frío que había dejado la visita de Charles Beaumont. Desde que Charles le había lanzado su amenaza, una inquietud constante había habitado en su pecho, un presentimiento oscuro que le robaba la paz y convertía cada acorde en un susurro de advertencia.
Esa tarde, con el pulso acelerado y los pensamientos divididos entre el miedo y la determinación, Julien se dirigió a la casa de una amiga de la infancia, alguien que pertenecía a la aristocracia y cuyo afecto por la música siempre lo había mantenido cerca.
Lady Elara Dumont era una figura enigmática, conocida en la alta sociedad no solo por su belleza serena, sino también por su carácter fuerte y misterioso. Nadie conocía realmente los secretos que guardaba, las heridas que cubría con cada sonrisa medida y cada palabra calculada.
Lady Elara lo recibió en uno de los salones laterales de su mansión, un espacio elegante y a la vez sobrio, que parecía un reflejo de su personalidad. Los muebles eran de un estilo clásico y recatado, decorados con detalles de marfil y terciopelo verde, mientras que las paredes estaban cubiertas de retratos de antepasados cuyos ojos, como fantasmas silenciosos, parecían observar cada paso de Julien.
Elara se levantó de su asiento con la gracia de una flor de invierno, su cabello oscuro y recogido en un peinado impecable. Sus ojos, profundos y de un gris como la niebla matinal, se iluminaron al verlo, aunque una sombra de preocupación cruzó su mirada.
— Julien, querido amigo — dijo suavemente, abriendo los brazos para recibirlo en un abrazo.
Su voz era como un susurro de las sombras, profunda y melodiosa, y en sus palabras había un eco de melancolía que Julien siempre había sentido, aunque nunca comprendido por completo.
— Lady Elara — respondió Julien, intentando sonreír mientras se apartaba un poco, con la garganta seca por la mezcla de emociones que lo asaltaban. Ella notó su inquietud al instante y lo tomó del brazo, guiándolo hasta un sillón cercano.
— Julien, ¿qué sucede? Te veo preocupado… más de lo habitual — dijo ella, sus palabras cuidadosamente medidas.
Julien, al encontrar esa amabilidad y familiaridad en su voz, sintió que el peso de la amenaza de Charles caía sobre él como un muro derrumbándose. Inspiró profundamente antes de hablar, como si con ese aire pudiera hallar la fuerza para revelar lo que tanto le oprimía el pecho.
— Lady Elara — comenzó, evitando sus ojos al principio — he recibido una visita… una amenaza, en realidad. Y temo que pueda perder lo que más amo en este mundo.
Ella lo miró en silencio, su expresión se suavizó, como si el dolor ajeno le recordara su propio sufrimiento. Sabía que Julien, aunque querido y admirado en los círculos aristocráticos, era un extraño en ese mundo, un ser cuya pureza y sinceridad eran casi un desafío para la falsedad de quienes lo rodeaban. Con suavidad, tomó su mano entre las suyas, un gesto reconfortante que le devolvió algo de calma.
— Puedes confiar en mí, Julien. Cualquier cosa que me digas quedará entre nosotros — murmuró ella, y por primera vez Julien vio en su mirada una chispa de comprensión y empatía que le dio el valor necesario para continuar.
— Mi amor… mi amor está en peligro — susurró Julien, sus palabras casi ahogadas por el peso de su propio corazón — Charles Beaumont… él sabe o sospecha, y temo que, si sigue hurgando, no solo me destruya a mí, sino también a… Adrian.
Elara cerró los ojos por un instante, como si esas palabras despertaran en ella ecos de un pasado que no podía dejar atrás. Un suspiro escapó de sus labios, un suspiro cargado de secretos y heridas. Finalmente, miró a Julien, y en su mirada había una mezcla de compasión y determinación.
— Entiendo tu temor, Julien. Yo misma… yo misma perdí a alguien a quien amaba profundamente por la crueldad y el juicio de esta sociedad. Mi amor fue destruido, y con él, una parte de mí también desapareció — confesó Elara en un murmullo, su voz teñida de amargura y tristeza — No permitiré que pases por lo mismo, Julien. Haré lo que esté en mi poder para proteger tu amor, para ayudarte a preservar aquello que a mí me fue arrebatado.
Julien la miró, sorprendido por la intensidad de sus palabras, y sintió una gratitud profunda hacia ella, hacia esa amiga que había guardado sus propios secretos y que ahora le ofrecía un apoyo incondicional. Lady Elara, con su belleza melancólica y su carácter enigmático, se había convertido en un aliado inesperado en su lucha por proteger su amor por Adrian.
Mientras tanto, en la mansión Montclair, Adrian caminaba por los pasillos de su hogar como un fantasma atrapado en su propio pasado. Los días habían transcurrido con una lentitud agonizante desde la última vez que había visto a Julien, y el vacío que sentía en su pecho era tan profundo como el mar oscuro.
Cada noche, sus pensamientos se dirigían hacia él, su mente evocaba la suavidad de su piel, el calor de su aliento, la mirada en sus ojos cuando se entregaban al silencio de su amor prohibido.
En el espejo de su habitación, Adrian se miraba, buscando algún rastro de la paz que alguna vez había sentido en los brazos de Julien, pero solo encontraba el reflejo de un hombre atormentado, dividido entre el deber y el deseo. En su pecho, un fuego lo consumía, una urgencia que lo llevaba a desear el contacto, el calor de Julien, como un náufrago que ansía tierra firme.
Lady Marguerite había intentado acercarse en varias ocasiones, pero cada vez que ella se le aproximaba con su sonrisa calculada y sus miradas insinuantes, Adrian sentía una repulsión instintiva, una aversión profunda hacia esa mujer que no podía entender su corazón, que no podía siquiera atisbar la intensidad de sus sentimientos por Julien. En ella veía la falsedad, la avaricia, todo lo que odiaba en la sociedad en la que había nacido y a la que estaba condenado a servir.