La mansión de Lady Elara Dumont se erguía imponente al caer la noche, un palacio de luces doradas y muros de mármol blanco que parecían brillar bajo la luna llena. El jardín, un paraíso de fuentes de mármol y estatuas talladas con la delicadeza de manos expertas, se extendía como un manto verde de caminos serpenteantes bordeados de flores exóticas.
Los faroles de cristal colgaban entre los árboles, proyectando un resplandor cálido que iluminaba el sendero hacia el salón principal. Cada rincón estaba pensado para asombrar, para envolver a los invitados en una atmósfera de lujo y misterio, como si cruzar las puertas de la mansión fuera entrar a otro mundo, uno donde los deseos y las apariencias tejían redes invisibles de poder.
Uno a uno, los carruajes iban llegando y los invitados descendían, sus trajes y vestidos resplandecientes como joyas bajo las luces. Hombres y mujeres cruzaban el umbral de la mansión y se dirigían al salón de fiestas, donde Lady Elara, en un vestido de terciopelo azul que reflejaba la nobleza de su porte, los recibía con una sonrisa elegante, saludando a cada uno con la calidez justa, como si sus palabras fueran parte de una coreografía secreta que solo ella comprendía.
El duque Adrian y su familia llegaron en un carruaje oscuro, sus bordes adornados con detalles dorados que reflejaban la riqueza de los Montclair. Cuando el joven duque descendió, los murmullos comenzaron a extenderse por entre los invitados, admirando su porte solemne y su impecable traje negro, bordado con hilos dorados que parecían capturar la luz del fuego.
A su lado estaba su madre, Lady Eveline, con un vestido verde esmeralda que resaltaba su figura esbelta y le daba un aire de reina. Caminaba con la seguridad de quien sabe que cada movimiento será observado y juzgado, consciente de que cada palabra que pronunciara resonaría entre los nobles como una sentencia.
Lady Eveline se adelantó, buscando a sus conocidas, mientras su hermano, Lord Alaric, se dirigía a un grupo de empresarios que compartían su pasión por los negocios. Adrian, sin embargo, se quedó cerca de la entrada, observando a la multitud con una mezcla de desinterés y desesperanza. Su mente estaba en otro lugar, en un rostro que aún no había aparecido, en unos ojos azules que lo miraban desde el rincón más profundo de su alma.
Sabía que Julien estaría allí, y aunque no podían dirigirse la palabra, la mera posibilidad de verlo era un ancla que lo mantenía firme en medio del mar de falsedad que aquel intercambio de miradas.
La duda que había surgido en su mente era como una pequeña llama, pero Marguerite tenía la habilidad de avivarla hasta convertirla en un incendio que consumiera todo a su paso. Y en ese momento, sintió que el duque de Montclair, con su porte altivo y su actitud distante, estaba ocultando un secreto que podría darle el poder que tanto ansiaba.
Julien, aún frente al piano, intentaba recuperar la calma. Su respiración seguía agitada, y su cuerpo, sensible tras la intensidad de su interpretación, se sentía al descubierto, como si con cada nota hubiera revelado los rincones más oscuros y profundos de su alma. Sabía que los aplausos no eran para él; en su mente, la única aprobación que deseaba era la mirada de Adrian, y en ese breve instante, al verlo cautivado por su música, sintió que nada más importaba.
Lady Elara se acercó a Julien, y aunque mantenía una expresión serena, en sus ojos había un destello de comprensión. Ella sabía lo que aquella pieza había significado para su amigo, sabía que en su música había colocado todo el amor y el sufrimiento que le causaba estar tan cerca y a la vez tan lejos de Adrian. Sin decir palabra, le ofreció una leve sonrisa y, al tomarlo del brazo, lo guió hasta un rincón del salón donde pudieran hablar en privado.
— Esa interpretación, Julien… fue magnífica — murmuró Elara, su voz suave y reconfortante — Me temo que varios nobles estarán dispuestos a hacer lo que sea por tenerte en sus eventos. Sin embargo, no puedo evitar notar que tocaste para alguien en particular.
Julien bajó la mirada, sintiendo cómo el rubor subía a sus mejillas.
— Lo siento, Lady Elara. No puedo evitarlo. Cada vez que lo veo… siento como si el tiempo se detuviera y el mundo entero se desvaneciera. No puedo ocultarlo, y temo que otros hayan notado más de lo que deberían.
Elara le tomó la mano, en un gesto de consuelo.
— No te preocupes. Tu secreto está a salvo conmigo. Pero debo advertirte, Julien… Lady Marguerite parece más interesada en Adrian de lo que se muestra a simple vista. Y Charles… bueno, sabes mejor que nadie que no es alguien que deja escapar una oportunidad de manipular a su favor.
Julien asintió, su rostro se endureció, y en su pecho creció un deseo de proteger a Adrian de las intrigas que los rodeaban. Pero, aunque intentaba calmarse, el recuerdo de la cercanía de Marguerite y Adrian en la fiesta se le hacía insoportable. Necesitaba saber, necesitaba escuchar de los labios de Adrian que su amor era verdadero y que ninguna amenaza podría separarlos.
Mientras tanto, Lady Marguerite, con su sonrisa calculadora, había decidido aprovechar la oportunidad. Se acercó a Adrian nuevamente, esta vez con una propuesta que sabía que llamaría su atención.
— Duque — comenzó, con una voz melosa — estaba pensando que, ya que esta noche estamos rodeados de tantas personalidades importantes, sería el momento ideal para anunciar un compromiso. ¿No le parece?
Sus palabras eran como cuchillos disfrazados de seda, cada una de ellas diseñada para crear presión, para dejar claro que él tenía una responsabilidad en la que ella se consideraba parte fundamental.
Adrian la miró, sus ojos dorados brillando con una mezcla de frialdad y contención. En su mente, la imagen de Julien aún resonaba, la intensidad de su interpretación seguía ardiendo en su pecho, recordándole por qué su amor era tan único y tan poderoso. La sola idea de un compromiso con Marguerite le resultaba repulsiva, y en ese instante, el desagrado se reflejó en su mirada.