La noche se tornó una aliada fiel de los amantes cuando el silencio y la calma llenaban cada rincón de la mansión de los Montclair. Esa noche, Adrian, lejos de los murmullos de la sociedad, podía dejarse llevar por los recuerdos de sus encuentros con Julien, esos momentos robados que atesoraba como un hombre perdido que guarda una brasa en la oscuridad de su pecho.
En su habitación, el duque se recostó sobre la cama y cerró los ojos, permitiendo que el aroma tenue de lavanda en la habitación se mezclara con la memoria de Julien: el olor de su piel, cálido y dulce, una mezcla de roble y hojas secas después de la lluvia.
Recordaba el peso suave del cuerpo de Julien, el roce de sus labios contra su cuello, ese contacto sutil pero tan profundo que aún podía sentirlo en cada fibra de su piel. Adrian respiraba, profundo y pausado, evocando las caricias lentas, los susurros y las miradas que lo habían hechizado desde el primer día.
Cada roce era una sinfonía, cada beso un latido acelerado que lo hacía vulnerable y poderoso al mismo tiempo. Era en esos momentos donde el duque se despojaba de toda la carga de la nobleza, de las máscaras, y solo existía Julien, un hombre que, con sus manos delicadas, podía tocar su alma de una forma en que nadie más podría.
En sus pensamientos, el músico era como un río, y él, una hoja que flotaba a la deriva en la corriente de ese amor prohibido, sin poder resistirse, sin querer escapar.
Para Julien, ese amor era un faro que brillaba entre las sombras de su vida. Solo la cercanía del duque podía arrancarle el aliento y la paz al mismo tiempo.
La intensidad de sus sentimientos se traducía en su música, y en cada acorde que tocaba, era como si su amor por Adrian se vertiera en el piano y se extendiera por el aire, llenando el espacio con una pasión palpable, casi tangible.
Cada nota era un suspiro, cada melodía un beso, y al tocar, Julien sentía que podía comunicarse con Adrian en un lenguaje solo suyo, un idioma silencioso de pasión y entrega.
Esa noche, Julien se encontraba solo en su pequeño apartamento, pero en su mente, Adrian estaba allí. Tocó el piano como si fuera el cuerpo del duque, sus dedos deslizándose con suavidad, acariciando cada tecla con la misma devoción con la que acariciaría la piel de su amado.
Sus manos temblaban, sus ojos se cerraban mientras la música surgía como una confesión íntima y vulnerable. En sus pensamientos, él y Adrian estaban juntos, fundidos en un abrazo eterno que nadie podía destruir, y en ese instante, su amor era más fuerte que cualquier obstáculo, más poderoso que cualquier amenaza.
Sin embargo, fuera de esos pensamientos, en el corazón de otra mujer, una tormenta se desataba.
Lady Marguerite contemplaba su reflejo en el espejo de su tocador, con una expresión fría y calculadora. La rabia y los celos bullían en su pecho, una furia que no se aplacaba. La humillación que sentía al saberse desplazada, no por otra mujer, sino por un hombre , y uno de origen humilde, era una ofensa que no estaba dispuesta a tolerar.
Lady Marguerite, siempre acostumbrada a tener lo que deseaba, veía el amor de Adrian por Julien como una afrenta personal, un insulto que no podía permitirse.
— ¿Cómo es posible… que un duque, un hombre de su categoría, haya preferido a un músico plebeyo sobre mí? — murmuraba para sí misma, sus manos crispadas sobre la tela de su vestido de seda.
El odio y los celos la consumían; se sentía herida en su orgullo y en su vanidad. No solo estaba siendo rechazada, sino que ese rechazo la lanzaba a una realidad de impotencia que jamás había experimentado.
¿Quién se atrevería a rechazar a Lady Marguerite Rousseau? ¿Quién podría preferir la compañía de un hombre, de un músico, antes que la suya?
Los pensamientos de Marguerite se volvían oscuros, su mirada brillaba con una intensidad vengativa. Sabía que Adrian la evitaba, que sus palabras eran un rechazo encubierto, y que cada sonrisa y cada gesto suyo estaban destinados a alguien más.
Pero no iba a dejarse vencer tan fácilmente. Marguerite, en su determinación, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, incluso usar el secreto que sospechaba, para destruir ese amor que la apartaba del corazón de Adrian.
Al día siguiente, Julien regresaba a su hogar después de una tarde de ensayos cuando, al abrir la puerta de su apartamento, notó una carta sobre la mesa. No recordaba haberla dejado allí y, al examinarla, reconoció el sello de Lady Marguerite.
La abrió con cierta aprensión, y al leerla, sintió un escalofrío recorrer su espalda. Las palabras, escritas con una letra elegante y pulcra, parecían una advertencia disfrazada de cortesía:
Señor Armand, he escuchado mucho sobre sus talentos musicales y he tenido el placer de disfrutar de su música en la gala reciente.
Sin embargo, sería una verdadera lástima que un hombre con tanto talento y potencial como usted desperdiciara su vida y su reputación en… compañías inapropiadas. No todas las puertas se abren con música, y algunas, cuando se cierran, nunca vuelven a abrirse.
Por favor, acepte mi consejo: escoja sus amistades y amores con prudencia.
El mensaje no era explícito, pero la amenaza era clara, una advertencia sutil de que sus sentimientos por Adrian no solo eran peligrosos, sino que estaban a punto de volverse su perdición. Julien sintió cómo el peso de la carta caía de su mano, su pecho se apretaba de angustia y furia, y su mente giraba en un torbellino de desesperación.
Lady Marguerite estaba decidida a destruir lo que él y Adrian compartían, y ahora Julien comprendía que ese amor debía enfrentarse a enemigos aún más oscuros y más poderosos de lo que imaginaba.