La noche caía como un manto pesado sobre la ciudad, y en las alturas de la mansión Montclair, Adrian observaba por la ventana de su habitación, perdido en un remolino de emociones.
El cielo, teñido de un azul profundo, parecía reflejar la agitación de su corazón, que latía con un ritmo dolorosamente familiar. Habían pasado días desde la gala en la mansión de Lady Elara, días que para él se sentían como siglos, y en cada uno de ellos, el rostro de Julien, sus ojos claros como el agua y su sonrisa que podía iluminar la noche más oscura, no habían abandonado sus pensamientos.
Pero ahora, algo más se sumaba al peso que cargaba: una sensación de peligro latente que no podía ignorar. Había algo en las últimas palabras de Charles y en la insistencia de Marguerite que lo mantenía alerta, como si las sombras se alargaran en su mundo, acercándose a todo lo que amaba.
En su habitación, el aire estaba cargado de tensión. Adrian cerró los ojos y dejó que las memorias de Julien lo invadieran. Recordó la forma en que sus dedos delgados acariciaban el piano, como si cada tecla fuera una extensión de su alma, y cómo, con cada nota, Julien lograba tocar también las fibras más sensibles de su ser.
El duque, que frente al mundo era un hombre impenetrable, encontraba en Julien una vulnerabilidad que no podía ignorar y que, en secreto, atesoraba como su mayor riqueza.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por un golpe en la puerta. Era su madre, Lady Eveline, quien entró sin esperar invitación, como era su costumbre.
— Adrian, querido, espero no interrumpir tus reflexiones, — dijo con una sonrisa calculada — He venido a hablar contigo sobre Lady Marguerite. ¿Sabías que ha enviado una invitación para una velada privada? Es evidente que está haciendo un esfuerzo considerable por acercarse a ti.
Adrian frunció el ceño, tratando de ocultar la irritación que le causaban las palabras de su madre.
— Madre, sabes que no tengo interés en Lady Marguerite. Si ha organizado esa velada, es asunto suyo, no mío.
Lady Eveline lo miró con la expresión de una mujer acostumbrada a manejar situaciones difíciles.
— Adrian, no puedes seguir postergando lo inevitable. Marguerite es una candidata ideal para ser tu esposa. Su familia tiene influencia, riqueza, y, sobre todo, está dispuesta a aceptar cualquier compromiso que fortalezca a los Montclair.
Las palabras de su madre eran como un veneno dulce que Adrian rechazaba con todo su ser. Pero, antes de responder, Eveline continuó, esta vez con un tono más frío:
— El apellido Montclair no puede estar asociado con escándalos ni con debilidades. Espero que recuerdes lo que está en juego.
Adrian guardó silencio, apretando los puños para contener su frustración. Su madre no sabía, no podía saber, la verdad que él ocultaba, pero sus palabras parecían amenazar con descubrirla. Una vez que Lady Eveline se marchó, dejó tras de sí un vacío pesado y una sensación de aislamiento que Adrian no podía sacudir.
Mientras tanto, Julien permanecía en su departamento, mirando la carta que Lady Marguerite le había enviado. Cada palabra era un recordatorio de que su amor por Adrian estaba bajo constante ataque.
Por primera vez, sintió que tal vez estaban jugando un juego en el que las reglas las dictaba la aristocracia y que ellos, a pesar de su amor, eran simples piezas en un tablero que no podían controlar.
El músico respiró profundamente, intentando calmarse. Caminó hacia su piano y dejó que sus dedos rozaran las teclas. La música era lo único que podía darle consuelo, lo único que podía expresar lo que sus palabras no podían. Pero esta vez, al tocar, la música era diferente: las notas eran más pesadas, llenas de una tristeza que se sentía como una tormenta inminente.
En su mente, veía a Adrian, su sonrisa breve, la intensidad en sus ojos dorados, y sentía cómo su corazón se partía al pensar que su amor pudiera desmoronarse bajo el peso de las amenazas y las expectativas de los demás.
— Adrian… mi amor — susurró Julien mientras las lágrimas comenzaban a llenar sus ojos — ¿Hasta cuándo podremos resistir esto?
En ese momento, un nuevo golpe en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Julien se levantó, temiendo lo peor. Cuando abrió la puerta, encontró a Lady Marguerite, quien, con una sonrisa glacial y una mirada que destilaba veneno, lo saludó como si fuera un amigo.
— Señor Armand — comenzó, su tono dulce como miel envenenada — qué fortuna encontrarlo en casa. Espero no estar interrumpiendo algo importante.
Julien dio un paso atrás, sorprendido por su visita, pero manteniendo la compostura.
— Lady Marguerite, no esperaba verla aquí. ¿Qué la trae por mi humilde hogar?
Ella entró sin ser invitada, moviéndose con la gracia de una serpiente, y observó el apartamento con una mezcla de desprecio y curiosidad.
— Oh, no se alarme, no me quedaré mucho tiempo. Solo he venido a hablar sobre algo… delicado.
Julien sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero se mantuvo firme.
— Estoy escuchando.
Marguerite se giró hacia él, su rostro se oscureció, y sus palabras se volvieron más afiladas.
— Sé lo que estás haciendo, Julien. Sé que tienes ambiciones… o ilusiones, debería decir. Pero quiero que entiendas algo: el duque de Montclair no es alguien que pertenezca a tu mundo. Él es mío, y sería prudente que recordaras tu lugar.
Julien la miró fijamente, sin ceder terreno.
— No sé de qué está hablando, Lady Marguerite. Mi relación con el duque es estrictamente profesional.
Marguerite soltó una risa baja, casi burlona.
— Por favor, Julien. No me subestimes. Sé lo que pasa entre ustedes, aunque no lo hayas admitido. Pero quiero dejar algo claro: si continúas entrometiéndote donde no debes, me aseguraré de que todo lo que amas se derrumbe.
La amenaza era clara, y Julien sintió cómo su corazón se aceleraba. Marguerite, satisfecha con su impacto, le dedicó una última mirada fría antes de dirigirse a la puerta.