Algo que odio con toda el alma es que mi reparador sueño fuese interrumpido por la maldita alarma. Mis horas de sueño son sagradas; casi nunca logro tener mis ocho horas diarias ante el arduo papeleo que tengo en la oficina. Corregir y editar ciertas muletillas o faltas de ortografía de mis socios equivale a la cuarta parte de mi trabajo; investigar, recopilar y redactar miles de informes acerca del tema asignado por mi jefe es el resto.
Y además, hay que tener en cuenta que solamente a mi jefe le gusta cómo preparo el café- Encima no es ni capuchino ni tampoco un latte, es un macchiato de caramelo con quince gotas de stevia. En su taza favorita y sin ninguna mancha en la orilla, y listo a las siete y media de la mañana. Así, tenía una mañana sin reclamos y sin problemas.
En sí… Dilemas de una joven egresada y que, aún no obtiene un empleo acorde a lo ha estudiado. Los curriculums caían en cada puesto, pero la inexperiencia y falta de empleo logra que continúe en este puesto.
Pero, eso es lo de menos. Por lo menos tengo dinero… Lo que no comprendo y no encuentro una explicación lógica es la razón por la cual mis ojos no están cerrados disfrutando el sueño. Sino, pensando y volviendo a recordar mi desgraciada vida.
No recuerdo haber olvidado posponer mi alarma. Fue lo primero que hice cuando la luna dio con mi ventana y mi cuerpo se absorbió al abrazo de las sabanas. Dedique algunos minutos en mi lectura diaria, pero mis ojos poco a poco pesaron hasta tenerme aquí. Despierta sin saber el porque.
Los ladridos de Beth son el detonante de mi despertar completo. A duras penas consigo tomar mi almohada y pasársela encima de mi cabeza; intentando disminuir el volumen de sus ladridos. La loca no sabe que su dueña todavía necesita dormir, que doce horas no son suficientes para su cuerpo. Es lo mínimo.
Salgo de mi hueco cuando siento un leve movimiento en mi hombro. Aparto la paja de mi pelo y lo ordeno, al igual que mi rostro; pasando mi mano en el para sacar el sueño.
—Hija… Despierta. Te traje el desayuno.— Pasa su mano por mi hombro, apartando los mechones rebeldes de mi cabello mientras que yo intento limpiar la saliva seca de mi mejilla. Mi madre continúa con su gesto, pero esta vez, su mano va sobando mi espalda— Rápido que se te va a enfriar.
Un aire contenido sale de mi garganta, algo ronco debido al temprano despertar.
— Mami, agradezco el gesto, pero porque…
No prosigo mi frase, la bandeja evidencia la razón de todo: Una taza que en su interior tiene un sobre de latte de vainilla. Mi favorito. Esto, acompañado con pan tostado; mermelada de mora y mantequilla de maní en su superficie. En otro extremo de la bandeja, está un plato con varios pastelitos de diferentes colores y supongo yo que también, de distintos sabores. Todo esto, en conjunto con un pequeño peluche en forma de conejo; blanco y peludo con una flor pequeña sosteniendo con sus patitas.
—Feliz cumpleaños, corazón.
Veintidós. Hoy cumplo veintidós años. Y mi cuerpo parece adaptarse como la de una vieja de ochenta años.
—Mami…—-Con un torpe movimiento, consigo abrazarla de costado, una vez que ella deja a un lado la bandeja y deposita toda su atención en mi silueta dormilona.—-Gracias… Se me había olvidado.
—¿Tu propio cumpleaños? — Me da un beso en mi sien mientras aparta un mechón de pelo escurridizo.— Eso es imposible, desde los ocho años que recuerdas a todo el mundo tu cumpleaños. Esto es un hito.
Suelto una breve carcajada.—Los gajes del oficio demandante.
Me da otro beso, pero esta vez en la mejilla— Iré a poner la tetera. Te traje así, sin agua, por si las moscas.
Estiro mis brazos hacia arriba, intentando que el sueño se despoje de mí y el despertar se aproxime. Había llegado tarde del trabajo ayer, el informe de datos, estadísticas y varios conceptos que logran resucitar mi migraña. Si ya lo odiaba en mi época de universitaria, resolverla y vivir por ello es lo más tedioso que he tenido que hacer en la vida. Estar en una oficina, enfrente de un computador viendo ensayos, mejoras, porcentajes; elaborar informes de quince paginas y juntas con mis colegas que variaba en debates y comer donas es una rutina que puedo manejar, pero no dedicar.
Y esa es una de las causas de porque mi estabilidad emocional anda por ahí. A veces bien, y muchas veces mal.
Estiro mi brazo para poder tomar mi computador, se supone que debe de estar en mis sabanas. Ahí lo había dejado mientras se reproducía las noticias, hábito adquirido por la elección de mi carrera universitaria. Lo tengo tan instaurado gracias a los malditos y estresantes test de actualidad dados a lo largo del primer y segundo año de la carrera.
Recuerdo la risa del profesor; ronca y bastante contagiosa cuando hacía mi intento de mejorar mi nota. Un cuatro nueve no es tan bueno como un cinco; mi justificación constante era que con poner el apellido de la autoridad es suficiente. No obstante, siempre me reiteraba que un periodista debe de saberse los nombres completos de sus gobernantes.
En la actualidad, ya titulada, todavía no sé sus nombres completos. Ni me acuerdo de algunos, pero reconocer sus rostros es reconfortante para mi. Y basta y sobra.
Al encontrarlo, pongo el noticiero más confiable. Y al estar unos minutos escuchado, lo cambió por canal. En casi todos se presentan accidentes, fraudes y múltiples robos como titulares. Al quinto me detengo, específicamente uno de los miles que presentan lo mismo pero con diferentes enfoques de transmisión. En este caso, es cercano a la zona.
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Editado: 19.08.2025