Dicen que la vida puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos, pero nunca imaginé lo rápido que la mía se desmoronaría. Un día estába caminando por las soleadas calles de Los Ángeles, y al siguiente, empacaba mis cosas para irme a Pensilvania.
"Scarlet, esto no es un castigo", repetía una y otra vez mi tía mientras mi madre se despedía de mí entre lágrimas y disculpas. Claro, no es un castigo, pensé. Solo tengo que dejar atrás todo lo que conozco para mudarme al fin del múndo con una tía a la que apenas recuerdo.
Al bajar del avión, lo primero que noté fue el cielo gris, completamente distinto al azul brillante de casa. La casa de mi tía, en medio de ese pequeño pueblo que ni siquiera aparecía en algunos mapas, me recibía con un aire de secretos. Y yo... bueno, nunca fui fanática de los secretos.
Pero algo en el viento de Pensilvania susurraba mi nombre. Algo que no estaba preparada para entender.
El camino a la casa de mi tía era largo y serpenteante, rodeado de árboles que parecían más viejos que el tiempo. Sus ramas se entrelazaban sobre nosotros, formando un túnel natural que bloqueaba lo poco de luz que quedaba. Era como si la naturaleza misma quisiera mantener este lugar oculto.
"Pensilvania es... diferente", fue lo único que dijo mi tía mientras conducía. Su voz sonaba neutral, pero sus ojos, al reflejo del espejo retrovisor, decían otra cosa. Como si quisiera advertirme, pero no supiera cómo.
Yo, por supuesto, no hice muchas preguntas. Me limité a mirar por la ventana, viendo cómo el paisaje cambiaba, los árboles alargándose en sombras cada vez más densas. Había algo en ese lugar que me ponía la piel de gallina, y ni siquiera había llegado.
Cuando finalmente nos detuvimos frente a la casa, mi primera impresión fue que parecía sacada de una película antigua. Era grande, de piedra oscura, con ventanas altas y un techo inclinado que parecía amenazar con desplomarse en cualquier momento. No había vecinos a la vista. Solo más bosque, que se extendía en todas direcciones, abrazando la propiedad con una sensación de aislamiento total.
"¿Te gusta?" preguntó mi tía, sonriendo, aunque sus ojos seguían mostrándose cautelosos.
Asentí, aunque la verdad era que me sentía incómoda. Había algo raro, como si las sombras alrededor de la casa se movieran ligeramente, pero cuando parpadeaba, todo parecía normal de nuevo. Seguro solo era mi imaginación, me dije.
Cuando entré, el aire dentro de la casa era denso, como si estuviera atrapado allí desde hacía años. Mi tía me mostró mi habitación en el segundo piso. Las paredes estaban cubiertas con papel tapiz floral y viejas fotografías en blanco y negro, las cuales intenté no mirar demasiado de cerca. Me senté en la cama, escuchando el crujido del suelo bajo mis pies. Parecía que todo en esa casa crujía y susurraba.
"Descansa un poco", dijo mi tía antes de cerrar la puerta detrás de mí. "Ya hablaremos más tarde."
Suspiré y me dejé caer en la cama, mirando el techo. No pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que no estaba sola en esa casa. Algo, o alguien, me observaba.
De repente, lo sentí. Esa extraña sensación de ser observada. Me incorporé lentamente en la cama, agudizando el oído. ¿Un crujido en el pasillo? ¿Un susurro detrás de la puerta? Mi corazón comenzó a latir más rápido.
Entonces, lo vi. Dos ojos amarillos brillaban desde la esquina más oscura de la habitación. Un destello negro se movió en las sombras, y por un segundo, un escalofrío recorrió mi espalda.
Salté de la cama, mi respiración acelerada. La figura salió de la penumbra, y solo entonces lo reconocí: un gato negro, sentado con una postura elegante, mirándome como si todo esto fuera completamente normal.
-¿Qué demonios? -susurré, llevándome una mano al pecho mientras trataba de calmarme.
El gato parpadeó lentamente, sin dejar de mirarme, y luego se acercó, restregándose contra mi pierna como si fuéramos viejos amigos. Supuse que debía de ser de mi tía, aunque ella no había mencionado nada sobre tener un gato.
-Me has dado un susto de muerte -le dije, agachándome para recogerlo.
Era sorprendentemente liviano, y su pelaje era suave, aunque un poco enredado. Acaricié su cabeza y, contra todo pronóstico, comencé a relajarme.
Después de unos minutos de caricias, lo solté, dejándolo saltar suavemente al suelo. Caminó con la misma elegancia con la que había entrado, deteniéndose en la puerta para mirarme una última vez antes de desaparecer por el pasillo. Me quedé mirándolo hasta que se perdió en la oscuridad, preguntándome si alguna vez me acostumbraría a este lugar.
Scarlet miraba la fachada de la escuela secundaria de Pensilvania, sintiéndose como un pez fuera del agua. Las paredes de ladrillo oscuro y las ventanas altas no le inspiraban la calidez a la que estaba acostumbrada en Los Ángeles. Todo parecía frío y sombrío, un reflejo de cómo se sentía en su interior. Junto a ella, su tía, una figura cálida y cariñosa, le sonreía con ternura, intentando brindarle consuelo.
-Scarlet, sé que esto es difícil -dijo su tía con suavidad, tomando su mano con una ligera presión-. Pero este nuevo comienzo podría ser bueno para ti. Hacer amigos, distraerte... No digo que olvides, porque sé que eso nunca pasará. Pero ellos también habrían querido que sigas adelante.
Scarlet respiró hondo, luchando por contener las lágrimas que amenazaban con brotar. No era justo. La vida había dado un giro inesperado y cruel, arrebatándole todo lo que conocía. Aún así, asintió lentamente, sabiendo que su tía tenía razón, aunque eso no hacía las cosas más fáciles. Con una última mirada de apoyo, su tía le dio un abrazo breve y cálido antes de empujarla suavemente hacia la entrada de la escuela.
-Recuerda que estaré aquí cuando salgas -le dijo, con una sonrisa alentadora-. Esto es solo el primer paso.
Scarlet respiró profundamente y, con pasos lentos, cruzó las puertas de la escuela.
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Editado: 21.11.2024