Esposa de mi jefe

Capítulo 80

—Señora Anderson... —la voz del abogado me saca de mis recuerdos y dirijo mi mirada a él quitándola de la ventana con vidrio azulado.

—Carlin..., por favor —corrijo, él apenado musita un «lo siento», simplemente le sonrío y vuelvo mi mirada a la ventana donde estaban mis ojos puestos hace unos segundos.

—Analicé su caso y el señor Anderson no estipuló nada de bienes separados con usted, lo que significa que todo lo que él ha adquirido este tiempo, incluyendo importantes acciones, el 50% le corresponde a su persona.

—Yo no quiero nada —dejo salir, sin dar vueltas al asunto, no despego la mirada de aquella ventana, de aquel vidrio azulado que malditamente me recuerda a sus ojos.

—¿Sabe a lo que está renunciando? —cuestiona, me mira como cualquiera lo hubiese hecho al escuchar que no quiero millones de Oliver en mi cuenta.

—Lo sé —contesto, con voz apacible, estoy segura de que Oliver no estipuló nada al respecto porque sabía que yo no iba a aprovecharme de la situación y no quiero hacerlo, yo no soy ambiciosa—, no quiero ningún porcentaje de lo que sea suyo.

Él asiente, sin decir más, me extiende los papeles y una pluma, me quedo estática viendo los papeles de divorcio por varios segundos, segundos eternos para mí; dirijo mi mano al pliego y me debato entre firmar o no, mi garganta está seca y mi corazón se saldrá de mi pecho, todo mi viaje pensé en esto, siento que una lágrima rodará por mi mejilla, nunca pensé que esto iba a ser tan difícil.

—Señora Carlin. ¿Está segura de que quiere hacer esto? —habla el abogado frente a mí al ver mi indecisión, mantengo fija mi mirada en un clip que está sobre el escritorio, es blanco, uno de los colores favoritos de Oliver.

Solo fue una estúpida cena, Alex, y actúas como si era nuestra boda y te he dejado plantada en el altar.

Esas palabras se reproducen en mi cabeza una y otra vez. Vuelvo en sí y sin pensarlo dos veces, con las manos frías y temblorosas dibujo mi firma en el lugar indicado, el espacio de Oliver está en blanco aún. Oliver Anderson, ese nombre hace dar a mi corazón mil vuelcos.

El abogado toma el papel y mi vista se queda fija hacia algún punto del lugar mientras me recuesto en el espaldar del sillón de la oficina del abogado.

—Se los enviaré al señor Anderson hoy mismo —despego mi mirada de aquel punto que se había vuelto interesante para mí en esos momentos y la llevo al abogado quien me extiende la mano, se la tomo y sin mencionar una palabra, extiende su brazo en dirección a la salida, me pongo de pie, acomodando mi chaqueta roja y salgo de aquel lugar. No sé ni dónde piso, solo camino hacia mi auto desorientada, todo para mí se vuelve gris, cuánto no pagaría por devolver el tiempo y nunca haber entrado a la revista Anderson.

Me hundo entre mis sábanas hecha un ovillo una vez que llego a mi habitación en mi nuevo apartamento, con esa opresión en mi pecho, un dolor incesante que no me deja respirar, trago saliva intentando calmar el nudo que quema en mi garganta. Las lágrimas inundan mi rostro, mis ojos arden, esto duele, duele como el infierno, amar duele... Muchas veces sentí el impulso de llamarlo, de volver a mi vida junto a él, pero esa llamada telefónica ronda en mi cabeza una y otra vez.

No sé por cuánto tiempo lloré ese día que firmé esos papeles, pero cuando me percaté ya era medianoche, una fría noche y estaba sentada frente a la ventana, mi aliento empañaba el cristal. Como si el cielo comprendiera lo que sentía, de inmediato una tormenta se desbordó y las lágrimas que empapaban mis mejillas caían al son de las gotas de lluvia escurriéndose por la ventana. Intenté contener las lágrimas muchas veces porque ya no tenía sentido para mí llorar por algo que ya estaba hecho, lo más seguro es que él ya lo haya superado y yo estaba ahí lamentándome. Me quedé sentada viendo al vacío... No entendía cómo eso me había sobrepasado a tal manera cuando yo siempre me dije que era fuerte..., pero la verdad, nadie me había llegado tanto como él.

Siempre despierto con la sensación de que él está a mi lado, hasta que caigo en cuenta de que ya no está, ni va a estarlo, que ya nada será lo mismo, que ya no acariciaré su cabello antes de dormir, que ya no escucharé sus risas, ni su karaoke en el baño intentando simular la voz de Steven Tyler; ya nadie cambiará la emisora de mi auto cuando música de Eminem empiece a sonar, ni tendré a alguien todos los domingos intentando hacerme un almuerzo, aunque eso últimamente había cambiado porque hasta la hora de almuerzo un domingo era hora de trabajo. Todo lo hago de manera mecánica, conduzco sin dirección, camino sin rumbo, mi mente no está conectada con mi cuerpo, si no es por los leves latidos de mi corazón juraría que estoy muerta.

 

s

 

—Alex —volteo mi mirada en dirección a la voz, esa voz que de inmediato mi cerebro reconoce.

—Dime... —tomo su mano, esa fina y suave mano, me da una vuelta rápida que me hace sonreír.

—Te amo —me apega a su cuerpo sosteniéndome con sus brazos por mi cintura.

—Y yo a ti, Oliver —pega sus labios a los míos y se separa lentamente para ver mis ojos, me pierdo en esos cielos nocturnos, me pierdo en su aroma, en su piel.

 

s

 

Despierto de golpe. ¡Maldita sea! Ese dolor punzante se instala en mi pecho nuevamente, ese nudo en mi garganta otra vez y sin pensarlo, las lágrimas amenazan por correr por mis mejillas, esto es una maldita tortura.

 

 

 




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