Esta Partida nos Partió a los Dos

Prototipo 98 - Primera Parte.

El campo tiene ojos. El bosque tiene oídos.

Me rindo. El fuego que me sostenía se apaga y deja ceniza fría. Me vuelvo estatua: dócil en la mesa, correcta en la calle, silenciosa en la cama. Él no me da fuerza; me la drena. Sus regalos parecen servilletas sucias intentando secar lágrimas que no paran.

Mamá repite que el amor es aguantar. Asiento sin creerle. Apenas sostengo un dedo. Tiritan los huesos.

Su manera de querer es un golpe envuelto en caricia. Una imposición. Una jaula. Y dentro no estoy yo: soy la niña en ovillo, rodillas por escudo.

¿Dónde quedó mi corazón? Lo guardo en un frasco hermético, lleno de aire viejo. Las grietas del pasado no cierran; se abren y crujen como hielo quebrándose bajo mis pasos.

El vidrio no corta: penetra. Lo que me atraviesa deja astillas. La vida es un corredor sin ventanas. El sol que fui, ¿en qué caja quedó?

Leí que el amor no debe doler. Me opongo. Todo duele. Incluso la felicidad: visita de médico, manos frías, mirada al reloj.

Por la noche me miro en el espejo y no me reconozco. Hay una mujer de ojos verdes con la mirada perdida. Me alejo del mundo para que nadie me descubra. Si alguien me reconoce, se cae la fachada. No puedo permitirlo todavía.

La casa es teatro. Somos actores cansados. El guion: discusiones con puñales en la lengua.
—Nadie, que no sea yo, aguantaría a una loca como vos —dice, orgulloso de su veneno.

Yo respondo helada. No le doy mis lágrimas. Mi cuarto es santuario y cómplice; le puse un nombre secreto. Allí me quito la armadura. La ducha llora conmigo. Recojo las piernas bajo el chorro. Los azulejos memorizan mis sollozos.

¿Cómo limpia el agua un veneno que ya corre por dentro?

La Resignación me sirve el desayuno y se queda hasta oscurecer. La Libertad llega de noche, en silla de ruedas, con vendas manchadas y manos temblorosas. Me habla como quien mastica vidrio.
—¿Quién te hizo todo esto? —pregunto.
Me mira largo, con recelo. El odio sube como fiebre.
—La responsable eres vos —dice, y se va sin cerrar la puerta.

Duermo a saltos. Sueño con grietas que parten el techo. Amanezco con la Resignación en la ventana, bandeja en mano: tostadas, huevos, un jugo verde que limpia órganos, no culpas. No digo nada. Temo que también se vaya si pronuncio mal una sílaba.

Pasan días. Semanas. Meses. Años. Mi refugio deja de ser refugio. Puedo estar desnuda en mi cuarto y aun así el vacío me muerde la espalda.

Entonces vibra el teléfono. Un mensaje de un fantasma.
—Hola, ¿estás ahí?

Dudo. Respondo.
—Sí. ¿Qué pasó?
—Nada. Pasé por tu casa. ¿Puedo verte?
—¿Dónde estás?
—Cerca. Llego en cinco.
—Dame veinte.

Ya estaba lista, pero me tomo mi tiempo. Lo bueno se hace esperar. Incluso en mi abismo conservo una dignidad mínima: portada impecable, interior en ruinas.

Lo veo y no lo reconozco. No es él, o yo no soy la misma.
—¿Y vos quién eres? —pregunto.

Se sorprende. Sonríe. Dice que volvió por mi honestidad brutal, por la forma en que nombro lo que otros callan.

Con él nunca hubo beso. Hubo otra cosa: intimidad sin roce, alto voltaje entre respiraciones. Me escribió un libro de cumpleaños; hablaba de bodas, de hijos, de Amelia. Todo a destiempo. Todo como si lanzara promesas desde un puente al río.

Él es un sabor agridulce con final amargo. Huele a hogar. No el de catálogo; el verdadero: platos desparejos, mantas con olor a humo, puertas que crujen. Dice:
—El amor duele. Pero el dolor ajeno no es mochila para cargar el primer día.

Me conoce. Y aun así no arma cuchillos con mis debilidades. Podemos hablar de vulnerabilidad sin convertirla en arma. La marea sube; nos moja. Aún no nos ahoga.

—Si te decía esto en la segunda salida, ibas a huir —admite—. Eres un gato que reconoce trampas.

Dos felinos. Dos inconscientes dispuestos a darse por la felicidad del otro. Jugamos a domesticarnos sin perder uñas.

Pienso demasiado. El miedo muerde. Respiro tarde. De pronto estoy sola. Él sigue en pedazos. Algo de mí apaga luces internas para que nadie vea el incendio.

Vuelvo a casa con el aire clavado en el pecho. El cuarto me espera con su nombre secreto. Abro la ducha. El agua cae, insiste. No salva. Apoyo la frente en la baldosa. Mis latidos rebotan como piedras lanzadas contra una ventana. Estallo en silencios.

La Resignación pregunta si sigo ahí. No respondo. Me pregunto si la Libertad guarda todavía mis llaves o si las cambió por reposo.

Otro mensaje. Su nombre en la pantalla: Estoy abajo.

Agarro la toalla. Tiemblo. El pasillo huele a moho y champú de flores. Cruje el parquet como si se quejara de mis dudas. Cada paso es juicio. Cada sombra, sospecha.

Abro la puerta del baño. El corredor está vacío. Luz amarilla. Cuadros torcidos. Zumbido eléctrico. Camino hacia las gradas. Me detengo. Regreso. No bajo.

Escribo: No puedo. Borro.
Escribo: Subí. Borro.
Escribo: Quedate donde estás. Borro.
La pantalla me delata: indecisión líquida con forma de mujer.

El timbre suena. Una vez. Dos. Tres. Contengo el aire. El bosque afina el oído. El campo abre los ojos. Siento ambos sobre mi nuca.

—Ábreme—dice su voz detrás de la madera.

Pongo la mano en el picaporte. La retiro. La vuelvo a poner. El acuífero dentro del pecho golpea mis costillas como si buscara salida. Entonces oigo la palabra que nadie, salvo yo, debería saber.

—Dame paso, eres mi Refugio —dice.




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