Yo me envuelvo hasta enredarme por completo.
Respiro corto.
Escucho el tic tac.
Es barro.
Mientras más lucho, más me hundo.
Entonces dibujo con arcilla las partes que me faltan, como si el barro pudiera devolverme lo perdido, como si pegar pedazos bastara.
Sigo sin ser yo.
En el espejo hay un disfraz barato.
A veces pienso que en otra vida fui actriz.
Alguien que aprendió a llorar con luz de camerino.
El insomnio llega sin tocar.
Se acuesta en el filo de mi cama como si le perteneciera.
Me habla.
Cada respuesta que me da se multiplica en tres, en seis, en veinte, como si mi cabeza fuera un panal.
Me pide apagar la luz.
Dice que sus ojos son delicados y que no quiere volver a usar lentes.
Yo asiento.
Mi defecto: la bondad abierta; aún no sé decir que no.
De todo lo que cuenta recuerdo un cuarto.
El resto se disuelve en la madrugada.
Escuchar también es ceder energía.
Yo la cedo.
Antes juzgaba a mamá por su compulsión de comprar adornos.
Ahora entiendo el espejo.
Mi adicción tiene otro brillo: conocimiento.
ADN.
Herencia.
Corro detrás de datos como migas en un bosque.
Al principio funciona.
Siempre tengo algo que decir.
Después se vuelve problema.
No para mí.
Para los demás.
Sí.
A veces ese es mi modo de decir "me importas".
Soy dual.
Con los míos hablo sin freno.
Con extraños me convierto en mimo: malabares invisibles, un círculo del que no sé salir.
Leo sobre ritmos circadianos.
Sobre sueño REM.
Sobre el cuerpo descomponiéndose.
Pero nada llena.
El insomnio vuelve jaula cada idea y me hace girar hasta perder sentido.
Las ojeras me quedan como tatuajes.
Paso tres noches sin dormir.
A las seis voy al gimnasio, como si romperme a pulso me salvara.
Objetivo cumplido, corazón exhausto.
Ellos se van.
Uno por uno.
Los que juraron quedarse vuelven la cara en cuanto no me desnudo después del cuarto trago.
Previsibles.
Torpes.
Montan discursos que no sostienen.
Yo los miro desfilar.
El teatro es de ellos.
El silencio, mío.
A él le cuento todo.
Incluso el coqueteo del chimpancé musculoso del gimnasio.
Él se ríe.
Siempre me devuelve la decisión: está en tus manos.
Una tarde coincidimos los tres en una mesa.
Y él, con un vistazo, tomó nota de todo.
Después me escribe: Ten cuidado con el monito.
Le pregunto por qué.
Solo: Ten cuidado. Igual.
Pido una pista.
Me da media.
Cualquiera que sea su discurso, vas a recordarlo y vas a querer investigar.
Al día siguiente lo compruebo.
Descubro que la ignorancia sabe colocarse traje.
El monito habla con aplomo aprendido.
Cuando investigo, sus pilares se deshacen.
Nada más peligroso que un idiota con confianza.
Él no necesita adornos.
Observa.
Calla.
Cuando habla, corta limpio.
Su honestidad es cuchilla; su ego, muro.
Nunca vende humo.
Si promete y ve que no, vuelve al día siguiente con la verdad.
Ahí entendí su mito: un ángel desterrado que camina solo por un infierno que tampoco lo quiere.
Me enseña a mirar.
Me cuida sin paternalismo.
Parece llevar décadas más que yo, aunque apenas me gana por tres años.
Me asusta admitirlo, pero lo amo.
Lo digo bajito, primero para mí.
Él lo dice primero, desnudo y con la respiración temblando: te amo.
No hay pornografía.
Hay piel que se escucha.
Su pelvis contra mis glúteos.
Su mano en mi cuello.
Su calma mandando.
Me recuerda que no todo dominio es fuerza; hay dominios del alma.
Nos entregamos sin negociaciones.
El insomnio, por una vez, se queda fuera.
Después llega su miedo.
Lo confiesa sin drama, como un parte médico: algún día saldrá mi lado roto.
Ese que no sanó cuando me arrancaron del cielo.
Lo dice y me aprieta el estómago.
Hacemos un pacto.
Diez años.
Si ninguno encuentra un amor igual, nos buscamos corriendo.
No es romanticismo barato.
Es precisión de dos heridos que aceptan su propia sombra.
Yo también cargo lo mío.
Cicatrices superficiales.
Otras que sangran.
Una que jamás cierra.
Somos dos cuerpos desnudos cargando tumbas internas.
El inconsciente hace lo que quiere cuando no lo miras de frente.
Él lo sabe.
Yo también.
Regresa el insomnio.
Se sienta en el filo.
No habla del pasado.
Me pregunta por el día pactado.
No respondo.
Su ropa huele a él y a humo.
Tengo miedo.
Miedo de que pasen los diez años y no pueda reconocerlo.
O peor: reconocerlo demasiado rápido.
Miedo de abrir la puerta y ver al ángel desterrado con la misma mirada que me salvó y me partió.