Vi tus defectos al entrar.
Te mostré los míos mientras hablábamos.
Ese día dejé la armadura en casa, en el tercer cajón del velador derecho.
Supe que tu lado favorito era el izquierdo.
Vacié los cajones, uno por uno.
Por si llegabas sin aviso y querías guardar algo tuyo.
El tiempo contigo no respeta relojes.
Seis horas se hacen una.
Una semana sin verte pesa como meses.
Al reencontrarnos bastaban seis minutos.
Y ya sabíamos todo.
Como si la conversación de ayer siguiera respirando bajo la mesa.
Tus logros los cuento en la cocina de mi madre.
—¿Y cómo está? —pregunta.
—Dando lo mejor —respondo—. Aunque no lo sepa, lo creo, porque conozco tu coraje.
He visto tu valentía.
También tu manera elegante de huir.
Te sigo amando porque incluso en mis días más felices me falta tu risa.
Mi tristeza no te quiere.
Pidió intimidad y lucidez.
Me obligó a ver lo que negaba.
Entonces convoqué a la directiva.
Llegaron todos a su hora.
"El Malo" apareció tarde, con olor a cigarro mojado.
A la derecha: el niño, el poeta, el psicólogo, el filósofo, el romántico.
A la izquierda: el narcisista, el maquiavélico, el pretencioso, el egocéntrico.
Yo presidía con los nudillos blancos contra la mesa.
El aire olía a madera y café quemado.
El reloj mordía la pared.
Nadie quería empezar y todos ardían por hablar.
El lado izquierdo reclamó primero.
Querían explicación.
Querían saber qué tenías vos para quebrar mis reglas.
Les hablé sin adornos.
El narcisismo lloró como si se viera sin espejo.
El egocentrismo se calló con la lengua entre los dientes.
El maquiavelismo se arrodilló.
—No me invoques con ella —dijo—. Creí que sería tu perdición. Demasiadas heridas en común. Te vi abrir puertas de un cuarto que ni tu madre conoce. Planeé tomar el mando. Me equivoqué. Lo entiendo. Este corazón late disparejo, pero busca del caos un compás.
Lo escuché con la mandíbula apretada.
Le agradecí sin sonreír.
Le dije que igual debía pagar deudas con el karma, y que tu iris me convenció de pagarlas con vos.
Pidieron la palabra en fila.
—¿Estás seguro? —dijo el psicólogo, golpeando el lápiz.
—¿Te vas a jugar el corazón por primera vez? —preguntó el filósofo.
—¿Vas a escribir desde ella? —susurró el poeta—. Sabés que escribir no se prostituye.
Sabían mi regla.
A las anteriores nunca las dejé entrar al órgano principal.
Conocieron mi costado frío, no el derecho.
Hasta ahora.
Pocas personas han leído mi esencia sin disfraz.
Vos sí.
Antes de cerrar acta, el lado izquierdo tiró la última piedra.
—¿Y si no es mutuo? —dijo el pretencioso—. ¿Y si te acostumbras al amor que no vuelve?
Respondí sin lavarme las manos:
—Esperaba esa pregunta. Igual acepto el riesgo.
—¿La vas a buscar? —se animó el niño.
—¿Te vas a arrodillar otra vez? —insistió el romántico.
Negué despacio.
—Si lo hiciera, perdería interés —dije—. No es juego: es patrón.
El silencio cayó como un vaso en el piso.
Respiramos todos a la vez.
Una silla rechinó como diente cariado.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? —preguntó el psicólogo.
—Dejar que la corriente siga —dije—. Con su velocidad y el nivel de agua de hoy.
—Eso es ruleta rusa con dos balas —dijo el maquiavélico.
—Me gusta la adrenalina —contesté—. Prefiero lo indescifrable a lo seguro que muere.
El niño se puso de pie, con los cordones desatados.
—¿Vas a hablar lo que callaste?
—Me estoy entrenando —dije.
—¿Llevarás algo preparado?
—No.
—¿Cómo piensas prepararte?
—Me queda mi verdad. Mi dolor. Mi realidad. Y esta intensidad que sé sostener.
Asintieron varios, con la torpeza de quien no quiere llorar.
—Así sea —dijeron, y supe que la votación era un abrazo.
El poeta golpeó la mesa.
—¿Y si la corriente te la roba?
El psicólogo miró la puerta.
—¿Y si mientras entrenás, ella aprende a no necesitarte?
El filósofo juntó migas con el índice.
—¿No es mejor decir ahora lo que duele? Aunque sangre el orgullo.
Abrí la boca y se me secó la lengua.
El agua del vaso sabía a monedas.
El reloj siguió mordiendo.
—No me importa perderla —dije— si esta vez la pierdo siendo yo.
La frase quedó colgando como una soga sin nudo.
El niño me miró desde el extremo.
El narcisista quiso aplaudir y no supo cómo.
"El Malo" llegó por fin, despeinado, con olor a lluvia.
No pidió permiso.
Se sentó a mi izquierda, me robó un cigarro, lo encendió con furia prestada.
—¿Y si ella ya decidió por ti? —dijo, sin levantar la vista.
Nadie contestó.
La frase quedó como humo.
Cerré los ojos.
Vi tu entrada al detalle.
El borde de tu abrigo tocando mi rodilla, tus manos frías pidiendo calor, la forma en que mirabas a la derecha antes de hablar del futuro.