A veces intento pensar. A veces intento divagar sobre lo que ocurre en mi mente. A veces intento entender verdaderamente qué es lo que deseo de todo esto, pero no logro comprender qué es esto. Desde hace tiempo, no he logrado concentrarme en algo en específico. Me da pavor, me da temor, me horroriza tener que hacer catarsis conmigo mismo. No sé si lo que realmente me asusta es descubrirme de nuevo, como solía hacerlo antes, o darme cuenta de que ya no soy capaz de hacerlo nunca más.
No hay manera de dejar fluir mis pensamientos con claridad desde aquel encierro del 2020. No existe la posibilidad de evitar el estancamiento mental que me provocan los nuevos estímulos, aquellos que antes mi cerebro no estaba acostumbrado a procesar. ¿Cómo voy a pretender pensar si no puedo hacerlo en silencio? ¿Cómo voy a conocerme de nuevo si me aterra encontrarme conmigo mismo?
No sé si lo que me impide abstraerme en mi ser son aquellas tragedias que todo hombre ha de vivir, pero que aún no ha llegado el momento de procesar. Solo queda la sensación de que estoy estancado eternamente en un momento, en un lugar, en un sentimiento, en un recuerdo...
He dejado de cuestionarme la famosa premisa del “ser o no ser”, para simplemente tratar de responder qué es el ser, o mejor dicho, qué es mi ser.
No encuentro una forma concreta de moldear correctamente mis pensamientos. Desconozco qué es lo que deseo con total naturalidad. Desconfío por completo de que los deseos y placeres que nacen en mí de manera supuestamente innata lo sean realmente. ¿Son genuinos, o son ideas impuestas por algo externo, algo que ya no me permite controlar lo que soy? Se siente como vivir en una constante prisión, siendo trasladado de celda en celda día tras día, con la falsa esperanza de que, en uno de esos traslados, algo místico ocurrirá y seré libre de nuevo. Pero no. Solo choco una y otra vez con la realidad. No puedo salir, y no hay forma de salir. Cada traslado es más extremo que el anterior, con mayor seguridad, con más refuerzos. Como si, con cada día que pasa, me deshumanizara un poco más de lo que alguna vez fui… o de lo que creí conocer de mi yo.
Es difícil tratar de tener una idea clara al respecto. Me proyecto en un estado de intermitencia cósmica. Todo es ruido, nada más que ruido, y no hay forma de apagarlo o silenciarlo. Terminas acostumbrándote, fingiendo que no es tan malo, como si ese sonido siempre hubiera estado ahí, incluso antes de que yo pudiera generar una consciencia.
Los días, las horas, los minutos y los segundos pasan, pero todo parece quedar atrapado en lo mismo de siempre. No soy capaz de pensar, no soy capaz de entender por qué he perdido el sueño, por qué el interés por crear, por vivir, por experimentar, se ha fugado sin dejar rastro. ¿Se vive para vivir o se vive para sobrevivir? Quizá esa sea una pregunta interesante en estos momentos.
Es curioso que el único instante en el que me permito una verdadera desconexión es en la ducha. Pero no porque el agua tenga algo que me conecte o me reactive, sino porque es el único momento en el que mis impulsos por preservar lo que tanto me aferra y me destruye, se apagan por insignificancia.
Pienso, y todo esto me parece absurdo. Doy vueltas y vueltas al mismo asunto, pero nada me lleva a una conclusión definida. De este absurdo solo concluyo el imperante y dominante fatalismo que subyuga mis pensamientos y los anula por completo.
Se siente como si todas las acciones estuvieran ya destinadas a no importar. Como si cualquier intento de cambiar el entorno fuera inútil. ¿Qué sentido tiene luchar o mejorar si, al final del día, todas nuestras acciones serán olvidadas y despreciadas por los demás? Vivimos en una batalla constante contra el olvido, aferrándonos a la esperanza de dejar una huella en la historia, de impedir que nuestras ideas, sueños y recuerdos se desvanezcan. Un instinto humano, pero trascendental.
Las recompensas por nuestras batallas son el consuelo de un desprecio que nos corrompe, que llena nuestros corazones de incertidumbre, que nos hace preguntarnos si aquel joven tembloroso y cabizbajo será capaz de enfrentar el atemorizante e incesante futuro que le aguarda.
Últimamente, siento que me he limitado a observar y contemplar las ideas de los demás. Intento aportar algo llamativo a la conversación, algo que valga la pena, pero una vez más, me quedo en blanco. Es como si mi mente estuviera tan vacía o tan perezosa que generar un simple argumento, una idea diferente, se convirtiera en una tarea apoteósica, un esfuerzo que no merece el desgaste energético que implicaría.
Te reduces a responder con un sí o un no, dejándote llevar por el curso de la conversación, pero sin aportar nada real. Solo permites que todo fluya hasta que, de forma natural, la charla se extinga y cada quien siga con otra actividad que, en teoría, resulta “más provechosa”.
No sabes si tus acciones y esos impulsos repentinos de hacer algo son genuinamente tuyos o si, en el fondo, solo intentas probarte a ti mismo que aún eres capaz… que lo estás superando.
Quizá todo lo escrito aquí no tenga conexión o sentido entre sí, entre cada línea leída, entre cada párrafo devorado. Pero tal vez sirva para aliviar, aunque sea un poco, la carga del autor… o del lector que esté pasando por lo mismo. Ese miedo a quedarse a solas con sus propios pensamientos. Ese temor a enfrentarse a sí mismo sin la necesidad de buscar refugio en una canción, en un ruido de fondo.
Porque, al final, solo queda una pregunta: ¿Cómo conocer verdaderamente quién es mi ser?