Juliette.
¿Apodo? La niña de papá. ¿Aspiraciones? Seguir siendo una privilegiada bajo las alas protectoras del negocio familiar. ¿Problemas? No sabía qué era eso... ¿Trabajo? Lucir siempre perfecta, para el escrutinio de la sociedad.
Y sí, quizá coincidían en que yo, Juliette Lacrontte era la única hija y heredera del viudo magnate multimillonario más cotizado de Francia. La niña consentida dentro de las paredes de aquella acorazada y remota mansión de cristal, a orillas del río Cinca.
Pero, por supuesto, nada era lo que parecía. O al menos no como la prensa presumía a diario en los noticieros que no paraban de barajar opciones para explicar la misteriosa partida del acaudalado y su hija.
Podían seguir buscando, pues la razón era tan reservada que incluso yo la ignoraba al completo.
En aquella jaula de oro solo podía sentirme prisionera. Escondida del mundo que tantas ansias tenía por conocer, viéndome en la obligación de renunciar a todo lo que esperaba de la vida solo porque había decidido ayudar en el proceso de duelo de mi padre.
Miré a mi alrededor, a los detalles de mi nuevo y pomposo dormitorio; techos altos elegantemente decorados con rosetones rococó; molduras clásicas que le daban ese toque de modernidad y buen gusto al espacio, y paredes blanqueadas a conciencia ampliando visualmente la amplitud de la habitación. Mis nuevos muebles eran de la misma calidad intachable, predominando la enorme cama dos por dos metros a que reinaba en la enorme estancia.
¡Sí vale, era precioso! No lo podía negar...
Pero dormía sola, muy a mi pesar... ¿para qué necesitaba tanto espacio?
La única ventaja que encontraría a todas las exageradas comodidades era el no temer el hacerme daño contra el sueño tan pulcramente enmoquetado, el día en que me despertara de aquella pesadilla que iba durando demasiado.
Llevaba días recorriendo la casa, familiarizándome con el lugar que pasaría a formar de mi nueva vida, sin poder evitar extrañar los días en los que la soledad no se sentía tan real. A mis amigos, esos que tantos años me costó encontrar; las fiestas selectas; las escapadas a hurtadillas con cualquier excusa propia de una joven de mi edad; extravagancias controladas, típicas de mi estatus y edad, esas que tan caprichosamente me permitía, sin pensar en otra cosa que no fuera en divertirme.
Pero nadie me prepararía para el día en todo cambió. El día en que inesperadamente mi madre falleció. El peor día de mi vida. Solo habían pasado un par de meses desde su partida y todavía, su recuerdo me hacía sentir una rabia irracional. Una que me hacía querer destruir cualquier cosa que encontrara a mi paso.
¿Por qué no a mí? ¿Por qué a ella?
Mi mamá era una mujer dulce, amorosa, no hizo jamás algún mal a nadie, así que nunca entendería que un Dios la llamara a su encuentro, condenándonos con su ausencia, sin más.
¿Qué sería ahora de mi vida?
Agarré las mantas para apartar la fría sombra de la soledad mientras mis ojos lloraban. Nadie me escucharía, la tristeza era mi única acompañante y no tardaría en acostumbrarme a su ruidoso silencio.
Es lo que incluía el tener a un padre tan ocupado. No era difícil encontrarle, sabía bien donde vivía casi día y noche, sin embargo, la parte complicada se resumía en hallar la oportunidad en que sus obligaciones laborales no se antepusieran a las mías.
Ahora que ambos habíamos huido de nuestro hogar de toda la vida, situada en la hermosa capital parisina, clausurándonos en aquel lujoso palacete fronterizo, con la intención de empezar una nueva vida, una que nos ayudara a superar a la misma muerte. Una, donde nadie, ni siquiera los dolorosos recuerdos nos encontraran.
¿Que, qué me parecía? Un absoluto disparate.
Nadie puede huir del infinito amor de una madre, tan incondicional e irreprochable. Ni, aunque me mudara a Marte. Ella siempre estaría conmigo. Y no dudaba que igualmente, siempre custodiara el corazón roto de mi padre.
La mudanza había sido rápida a la par que costosa, pero esto último no nos importó. El dinero no era una preocupación para ninguno, teníamos otro tipo de inquietudes acordes a la importancia que muchos le daban a nuestra posición. Los medios, la prensa rosa, los paparazis... eran un auténtico incordio, obligando a mi padre a temer incluso por nuestra seguridad.
¡Estupendo! ¿Y ahora qué más?
Pues tan solo la novedad de tener que completar mi gloriosa existencia, con el extra de habitar en una mansión fortificada hasta los dientes de seguridad entrenada y escoltas personales que nos acompañarían en nuestras salidas. Por supuesto, todas ellas registradas y supervisadas por mi querido papá.
¿Algún lado positivo? Quizás.
Pues yo no era la única que veía lo que mi belleza producía en los demás. Desde muy temprana edad, fui consciente de lo que uno solo de mis pucheritos, algunas de mis lagrimitas asomando por mis ojos color miel, podía conseguir con los demás. Ahora con mis casi veintitrés vueltas al sol, no dudaba en poder convencerle a ceder en más de una ocasión.
Sin embargo, no tenía tanta experiencia con otros hombres, al menos no, con los que no me uniera algún lazo familiar. Sería cuestión de poner todo mi lado coqueto en acción, emplear mi silenciosa belleza como vía de escape para salirme con la mía.
¿Y qué más opciones le quedaban a alguien como yo?
Para el mundo, tan solo era una estúpida niña rica con la vida resuelta, a la que los muchos males del mundo, ni se atreverían a rozar.