Tal y como lo había hecho en las otras ocasiones en las que había elegido cual sería mi trabajo, decidí seguir a rajatabla el ritual que mi mamá me había enseñado y que se había transmitido de generación en generación.
Era como algo mágico, una especie de don que teníamos las mujeres que venían de la familia de mi madre, podíamos decidir si ese puesto para el que estábamos aplicando era el correcto o no, con tan solo llevar a cabo unas cuantas cosas.
Primero debíamos dejar en el horno la receta familiar del pastel que por mucho tiempo había sido la compañía que las mujeres necesitábamos para pasar un mal rato, para tomar una buena noticia o tan solo para llevar a cabo una decisión trascendental que cambiaría el rumbo de nuestras vidas.
Mi abuela lo había hecho cuando tuvo que debatir entre el amor de dos hombres.
Ambos le prometían el mundo, las mil y un maravillas. Ella se mostraba indecisa porque realmente los amaba a los dos, claro está en secreto.
No era algo normal ver que una mujer amara a más de una persona a la vez en aquella época. El primero de ellos fue un hombre de Hamburgo con el cual mis bisabuelos le habían arreglado una boda, básicamente se la habían entregado, pero ella no era una mujer fácil de doblegar y decidió salir a buscar al amor por si misma.
Ahí fue cuando conoció a mi abuelo Jerry, un teniente francocanadiense que la hizo la mujer más feliz del mundo. ¿Cómo supo que él era el indicado? Simple, hizo dos pasteles idénticos. Colocó en ellos el nombre de los hombres y comió un pedazo de cada uno. Al ver que el que el pedazo que había probado del pastel que tenía el nombre Jan, le provocó náuseas, decidió que el que rezaba el nombre Jerry era el indicado.
Y no se equivocaba, solo bastó un bocado para que las mariposas afloraran en su interior y la hicieran sentir de la misma manera en la que lo hacía sentir mi abuelo. Eso fue más que suficiente para que ella desafiara a sus padres y se casó con su segunda porción de pastel.
Mi madre hizo lo mismo a la hora de elegir la carrera que determinaría su futuro. Ella tenía en claro que quería dedicar su vida a ayudar a las personas, solo que no se había decidido aún por que rama elegiría. Estaba entre oncología o pediatría infantil. Sabía que ambas opciones le traerían más lágrimas que risas, pero estaba en su sangre ayudar a la gente.
Repitió la misma acción de su madre y orneó dos pasteles, cuando probó el que tenía el cartel de "pediatría infantil", supo que quería ser la próxima Patch Adams, por mucho tiempo lo fue, para orgullo de sus padres , su esposo y su hija. El nivel de compromiso que mi madre le ponía a su trabajo, tan solo era comparable al amor que le tenía a su familia.
Ahora era mi turno de exponer mis habilidades para llevar a cabo el don familiar. Tomé todos los ingredientes que eran necesarios para crear el famoso pastel, la receta que había estado entre las manos de las mujeres Polsky durante años y años. Pasé la siguiente hora y media creando lo que yo llamaba "una obra de arte". Cuando estuvieron listos los saqué del horno y escribí en una hoja de papel las opciones entre las que elegiría luego de comer. En mi caso se trataba de los conjuntos que usaría para ir a la entrevista que depararía mi destino.
Estaba entre una camisa a rayas vertical, blanca y negra y una pollera negra, con unos zapatos negros a juego. O un vestido de terciopelo rojo. Con unas botas blancas. El paso siguiente del ritual, era tomar un largo baño de espumas mientras la comida adoptaba una temperatura ambiente, la cual era ideal para comer, ya que no era aconsejable comerlo a penas lo sacábamos del horno. Podía arruinar el resultado final.
Luego de una hora dentro de mi bañera rodeada de nada más que burbujas y música que creaba un ambiente más que tranquilizador y relajante, salí envuelta en mi albornoz y me encaminé a la cocina, sin importarme si los vecinos me veían de aquella manera. Pronto no estaría aquí, y lo que tuviesen para decir de mi a esta altura de mi vida me daba igual.
Tomé el cuchillo, corté dos porciones totalmente iguales y los colocó en mis platos de porcelana. Pinché el primero que tenía sobre él un pedazo de papel que decía camisa a rayas, y juro que nunca había sentido nada como lo que experimenté en ese momento. Un sin fin de mágicos sabores inundaron mi boca y se trasladaron a mi estómago.
Fue la prueba que necesitaba para saber que esa era la decisión correcta.
Dejé la comida a medio terminar y fui corriendo a mi habitación para prepararme. Tenía tan solo media hora para llegar a la agencia y esperaba que me eligieran entre las decenas de postulantes que sabía que habían.
Intenté llegar lo más puntual que pude. Cosa que me jugó a mi favor, ya que el panorama no era muy favorecedor, lo pude notar al ver que cada chica salía llorando o con una expresión de tristeza en su rostro. Al parecer la gente allí dentro era realmente estricta con lo que pedía. Tan solo rogaba que lo que había aprendido todos estos años viviendo en el viejo continente me sirviera de algo.
—Grinwald—anunció por el parlante una voz.
Me paré de mi silla e intenté calmarme.
Abrí despacio la puerta que me separaba de mi destino y lo que pude ver del otro lado, justificaba la expresión de las chicas que salieron antes de que yo entrara.
3 mujeres que rozaban los 80 años, estaban sentadas frente a mí, luciendo poco interesadas en lo que tenía para decirles cualquier persona que se dignara a aparecer, parecían tres viejas brujas en busca de su próxima víctima.
Tomé asiento frente a ellas y les ofrecí la sonrisa más grande que pude.
— ¡Hola! Soy Lea.
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