Eterno retorno

Capítulo VII

Todos llegamos a este mundo siendo inocentes, crédulos, vulnerables. Lo que se dice una tabula rasa. Es el trabajo de nuestros padres criarnos, protegernos y enseñarnos las herramientas que necesitaremos para sobrevivir en este mundo tan hostil. Por desgracia, mis padres fallaron en eso hasta en la tarea más básica. Se supone que la madre es el símbolo referente del niño y el padre el de la niña.

Mi papá era mi héroe.

Era.

Si mi padre algo me enseñó fue a no cometer los mismos errores que él. Howard es mi referente, mi guia, mi faro… de todo aquello que no quiero ser, de lo que no quiero convertirme porque lo repudio más que a nada en este mundo. Él, quien debía ser mi héroe y yo, su princesa se convirtió en el villano de mi historia.

Gracias a él aprendí a ir a lo seguro para no salir lastimada. Aprendí a no entregar mi corazón porque pueden dejarlo caer tan fuerte que luego solo habría miseria en él. Gracias a él aprendí a no confiar en nadie porque quien hoy te abraza mañana puede golpearte. Aprendí a vivir con un miedo constante a todo lo que me rodea, creando escenarios catastróficos de las decisiones que tomo. Cuando me desvío del camino que él me ha señalado, vuelve a marcarlo de la manera más dura posible. Gracias a él me prohibí llorar porque me enseñó que eso significa ser débil, obligándome a fingir siempre estar bien cada día y frente a todos.

Gracias a Howard aprendí que el mundo y la vida puede ser muy cruel si se lo propone. Sobre todo me enseñó a que si quieres vivir tienes que luchar y si quieres lograr algo debes pelear para conseguirlo. Me enseñó a renacer del dolor, a soportar las heridas y a valorar las cicatrices porque son señales de victoria, de historias jamás contadas.

Cuando me encontré justo frente a la puerta de la casa de mis pesadillas, sentí mis piernas temblar y mi instinto de huida se activó. Sin embargo, no hui, no podía, nunca podría huir de ellos y eso lo sabía con total certeza. Toqué el timbre cavando mi propia tumba, podía sentir en mi mente el sonido de sus tacones resonando contra el piso de mármol. Empecé a contar y cuando llegué a quince la puerta se abrió revelando la figura de Heather Richter, mi madre.

Llevaba un vestido negro formal que le llegaba por encima de la rodilla con un tajo no muy revelador. No tenía mangas y el cuello era en escote V. Un cinturón fino se encontraba en su cintura. Usaba unos zapatos de taco alto y sus joyas. Llevaba su maquillaje impecable al igual que su cabello negro. Su mirada crítica repasó mi aspecto y la desaprobación era clara en su rostro. Al igual que ella repasé mi atuendo y no pude evitar lamentar haber elegido justo ese día mi combinación de ropa. Llevaba unas zapatillas blancas, un jogging gris claro, un top azul piedra, una campera deportiva gris oscuro y un gorro negro.

Levanté la mirada y choqué con sus ojos furiosos. Desvié la vista y coloqué las manos en el bolsillo de mi campera. Comencé a mecerme en mi lugar incómoda.

—No había peor combinación posible, ¿no? ¿Cómo puedes andar vestida de esta manera? — Señaló mi atuendo con desagrado. Sabía que lo mejor era quedarme callada y eso hice.

Aún enojada se hizo a un lado dejándome pasar. Dejé mis bolsos junto a la puerta y luego la seguí hasta la sala de estar. Hacía meses no venía a la casa y todo estaba tal como lo recordaba. Lujos por doquier, todo pulido y reluciente. Las fotos familiares seguían en el mismo lugar como si se tratara de una «familia ideal». Así éramos catalogados por la prensa. La familia ideal, la familia perfecta… Al llegar a la sala ya todos estaban allí sentados y eso no hizo más que aumentar mi disgusto. La familia ideal se había reunido de nuevo, genial.

La única que desentonaba allí era yo. Mi padre y mis hermanos estaban vestidos, como siempre, de manera formal o semiformal. Todos estaban perfectamente peinados, mi hermana, Hope, maquillada y perfumada con una fragancia cara haciendo que el olor se percibiera de lejos. Mi hermano, Holden, tampoco se quedaba atrás. Estaba vestido de traje y su perfume  se mezclaba con el del resto. Los pendientes, anillos, relojes o colgantes relucían por el lugar. Se encontraban sentados con poses elegantes. Luego estaba yo, con mi atuendo deportivo, a cara lavada, sin perfume, mi cabello que se despeinó por el viento y apoyada contra la pared de la entrada con los brazos cruzados y desganada.

Una voz potente, firme y segura se escuchó en el lugar haciendo que se me erizaran los bellos de la nuca. Era la voz de juez. Escucharle me hizo pararme derecha en mi lugar, simulando ser un soldado.

—¿Se puede saber para qué tienes teléfono si no lo usas? —reprochó con la furia presente en su voz. Saber que ya estaba enojado me hizo tragar en seco.— Te hemos llamado mil veces y no nos has contestado. Tuvimos que llamar a los Baker para poder localizarte. ¿Qué tienes para decir?

—Estaba ocupada y no estaba con el teléfono encima. —respondí de forma automática.

—¿Y se puede saber qué estabas haciendo? — Pude ver la malicia en su sonrisa «inocente». Hope podía llegar a ser una maldita perra. Levanté mi mentón orgullosa y retadora ante su mirada.

—No tengo porqué rendirte cuentas.

—Pero a mí sí. —dijo mi madre. — Responde.

Apreté mis labios molesta por todo esto. ¿Acaso había cometido algún delito? No entendía porqué tenía que responder estas preguntas. No estaba en un juicio, no había matado a nadie. ¿Para esto me llamaron?




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