El gran maestro de la Academia de Magia de ciudad Doovati se hallaba de pie frente a la ventana de su despacho. Con los brazos cruzados y el ceño fruncido, una expresión preocupada se reflejaba en sus ojos oscuros. Había visto el rostro de un hombre muerto.
«De un hombre desaparecido», se corrigió Jessio a sí mismo en un intento inútil por deshacerse de la impresión que le había causado el visitante que acababa de marcharse.
Se trataba de un joven de quince años proveniente de los campos del sur, de apariencia inofensiva y ojos con el color del ámbar. Había dicho que su nombre era Winger.
“¿En qué puedo ayudarte?”, le había preguntado Jessio luego de ofrecerle una silla.
“Quisiera ingresar a su Academia, señor”, había dicho el muchacho con esa voz sumisa de las personas que recién llegan a la capital.
Que un simple granjero acudiera directamente al maestro de la Academia para solicitar una vacante no era algo de todos los días.
“Cuéntame un poco más acerca de ti, Winger de los campos del sur”, lo apremió el maestro. “¿Quién es tu padre?”.
La pregunta no era ingenua.
“No conocí a mi padre, señor”, confesó el muchacho.
Al parecer, había sido criado desde pequeño por sus tíos. Tampoco sabía nada acerca de su madre.
A sus cuarenta años, Jessio de Kahani ya era un hechicero de renombre y con una vasta experiencia acumulada. Por eso supo que Winger no mentía al decir que desconocía sus orígenes. Tampoco lo hacía al mencionar que un incendio reciente se había cobrado la vida de sus tíos.
Como una torpe prueba del trágico incidente, el muchacho abrió su bolso liviano y le enseñó un volumen de tapas gruesas. Era el libro de Waldorf, un conocido manual de hechicería. Una de las esquinas de la cubierta se hallaba ennegrecida por la exposición al fuego. No hizo falta indagar mucho más para entender lo que había ocurrido: el joven granjero había estado practicando magia sin la debida instrucción, y un conjuro se había salido de control.
Al posar sus largos dedos sobre el libro de Waldorf, Jessio se había preguntado qué hacía ese chico ante él. ¿Qué pretendía con esa presentación tan inoportuna, casi una confesión ante un sacerdote, o ante un juez?
Y sin embargo, el maestro lo había aceptado. Con una enorme sonrisa en el rostro, Winger recibió la noticia de que iniciaría su aprendizaje a la mañana siguiente.
El sol del mediodía volvía brillantes las hojas de los sauces de los alrededores de la Academia. Jessio seguía de pie frente a su ventana.
¿Qué había ocurrido al final de esa entrevista? ¿Por qué había aceptado a Winger?
Jessio no había sido del todo honesto. Deliberadamente había omitido hacer la pregunta más importante.
«¿Por qué quieres convertirte en un mago?»
Comprendía que no era el deseo juvenil de aprender unos cuantos hechizos lo que motivaba a ese muchacho. Tampoco era la avaricia o el anhelo de poder. Había algo más. Causas secretas que Jessio no alcanzaba a adivinar y que, probablemente, ni el mismo Winger conocía aún.
Caminó hasta su escritorio y de un cajón cerrado con llave extrajo una caja de madera, negra y lisa. Se quedó contemplándola durante un tiempo indefinido.
¿Podía atribuir el hecho de la llegada de Winger al azar? ¿Acaso había algo más?
De momento, no era capaz de contestar esas preguntas.
De momento, solo una cosa era cierta:
—Es la viva imagen de Haisen…