Evermore: niños perdidos

III

 

 

Esa noche, la luna yacía en la parte más alta del cielo, así era. Las nubes la cubrían, y con ella, también a él, en efecto, así era. Los rayos de luz que minutos antes brillaban, segundos después estaban muriendo. ¿Cuáles habría, sino ninguno? Y diría: es correcto, así era. Pero fue distinto esta vez. Una luz sustituyó a todos y cada uno de ellos. Nació de entre la opulenta nubosidad cargada, abriéndose paso con poco espacio, como serpiente que se arrastra bajo elefantes.

Sonó parecido a un pie que se posa sobre cristal muy frágil, uno que cuando rompe lo hace con fisuras delgadas a lo largo y a lo ancho, fisura que escribe un diagrama rebelde en la superficie. Ese sonido, exacto, pero a la enésima potencia. La misma silueta, pero con energía eléctrica.

Este iba formando la imagen de miles de líneas rotas, hasta que no tiene más camino que el suelo de un valle donde cae hecho rayo. Con la fuerza de uno hunde la tierra iluminado en azul, y el azul se convierte en blanco, y la sorpresa se hace evidente porque se dio paso a la lluvia cuando hubo dejado caer la primera gota.

El cielo quedó dividido después del espectáculo de luces en el que cada nube se hizo independiente y la tormenta, preámbulo del aguacero. La luna empezó a brillar en ciertas zonas sobre esas ruinas, donde tan solo pocas nubes, por ahora, dejaban llover.

En la parte interna también los arropaba la desesperanza: estar cerca y a la vez tan lejos. Mover semejante estructura se había convertido en una tarea imposible; casi cuatro metros de altura de roca maciza y base cuadrada.

«Tiene forma de obelisco», pensó Guinevere.

El pilar estaba inclinado sobre el portal cuando fue cubierto por otras rocas más pequeñas, formando una montaña que se extendía por encima del marco. Transmitía un doble mensaje a aquel que se atreviera a analizarlo: toma una roca y todas caerán, hazlo con cuidado y nunca podrás quitarlas.

—Hay que hacer algo; vamos, ayúdenme a moverlas —dijo Hugh, cuando se dejó caer de rodillas sobre la plataforma. Estaba a un lado del tumulto de escombros, todos apilados del mismo modo en que usarías las manos para dar forma a un castillo de arena. Así fueron juntadas esas rocas sobre el portal del cual se tenía cuenta, estaba allí, porque de él escapaba el brillo, y si ponías suficiente atención dejaba ir sonidos continuos de un tono único calado en magia.

—Debo pensar en algo, debo... saber —decía Guinevere, parecía nerviosa—; no, no es suficiente —dijo, y Saraid le interrumpió.

—¿Guinevere?, ¿qué dices...? —Pero la niña tenía la mirada perdida.

—Debo pensar en algo... no sirve, tampoco, no... —decía ella. Saraid, preocupada, le sujetó por los hombros y la sacudió con fuerza.

—¿Guinevere?, ¿qué sucede...?, responde... por favor —dijo, pero no parecía funcionar y Saraid rompió en llanto, uno que solo podía escuchar ella y la niña—; no... no hagas esto, no podría soportar perder a alguien más.

—Saraid, ¡concéntrate! Ayúdame a mover las rocas, ella estará bien —dijo Hugh, pero fue ignorado. Trozos de escombros más pequeños caían por las escaleras de la plataforma; los detritos cubrían el suelo, también salían disparados a las espaldas del niño de la misma forma que un perro cuando esconde un hueso.

Muy arriba, en caída libre, una gota de agua cristalina dejaba reflejar en ella a cada pluma bajo el firmamento. El brillo superó esas partes oscuras entre la tormenta y se le miraba igual que a un pequeño diamante. Abajo, a un lado de los muros curvos que dividían esas ruinas, una niña hipnotizada por el objeto frente a ella presentaba una de sus mejillas para recibir este ejemplo de profecía autocumplida. Por segundos, esta gota de agua emparejó a la otra, porque también había una lágrima en ella; esta niña era Lilith.

—¡Entremos! Ya no hay nada que ver. Busquemos la manera de salir de aquí —dijo Yann, y al darse vuelta miró a Lilith con ambos rastros de agua sobre su cara—. Empieza por limpiar tu cara. Llorar no soluciona las cosas.

—No, no es… —Y limpió su rostro con ambas mangas—. Sí, lo siento. Vamos —dijo ella. Se retiraban y Yann gritó.

—¡Shannon!, quedarse a mirar tampoco ayuda. Aunque puedes quedarte a morir si eso prefieres.

—Lo siento… —respondió Shannon, luego se unió a ellos.

Volvieron juntos al interior de los muros que rodeaban el portal, y una fuerte brisa sopló en ese momento. Sus ropas se agitaron en la dirección del viento, como si intentaran ser arrastradas hacia el origen de los sonidos. En medio de aquellas ruinas, estaban los demás bajo una iluminación opaca pero existente.

 

Los seis jóvenes experimentaron la lluvia que había sido anunciada, una llovizna ligera que se asemejaba al rocío de la mañana. Caía y se movía con el aire frío que llenaba el amplio valle. Mientras tanto, remolinos se formaban sobre la pradera maltratada.

Hugh se esforzaba por quitar algunas rocas del portal, era el único que tomaba alguna acción en ese momento, aunque a simple vista parecía una tarea infructuosa. Por otro lado, Saraid acompañaba a Guinevere, cuya impresión era la de haber perdido la cordura.

—¡Oye! ¡Es suficiente! ¡Vuelve! —gritaba Saraid mientras la sacudía. Mira qué enfermizo el panorama alrededor. Ella tampoco encontraba paz bajo las pisadas que se aproximaban a lo lejos.

Guinevere era lista, solo ella sabía lo que en su mente pudo haberla dejado en ese estado. Tal vez, porque después de cada fracaso, intentó encontrar la solución a lo que las circunstancias le ofrecían. Pensando una y otra vez, realizó distintos ensayos para siempre obtener el mismo resultado. La mente más cuerda no puede soportar tanto. La expresión «no lo sé» quemaba como una maldición en la línea de sucesión de los Barclay.

—¡Chicos, ayúdenme a quitarlas! —gritó Hugh. Su rostro mostraba cansancio, pero no se detuvo cuando vio a los tres acercarse a los límites internos. A medida que avanzaban, algunas pequeñas rocas del montón rodaban por el suelo.



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En el texto hay: misterio, accion, magia

Editado: 23.06.2023

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