Prologo

El aire de Hollowbrook nunca había sido tan dulce como en la noche de Halloween, la única vez en el año en que las sombras danzaban con permiso y las risas de los niños se mezclaban con el crujido de las hojas secas. Pero ese año, la dulzura se convirtió en ceniza, y las risas en ecos lejanos de un terror silencioso.

En medio de la algarabía de calabazas y disfraces, la vida de Draven se desmoronaba. Lo acusaron, lo señalaron, lo encerraron. Las pruebas eran irrefutables, la imagen de un rostro familiar, el suyo, manchado de sangre y culpa. Pero no era él. Era la sombra, la réplica grotesca que caminaba libre mientras él pagaba por un crimen ajeno.

Y entonces, llegó la oscuridad verdadera. No las bromas inocentes de la noche, sino una negrura con alas. Grandes, inmensas, con plumas del color del abismo que caían como presagios funestos. Los niños, antes alegres, desaparecían sin un grito, dejando solo un rastro: un par de pequeños zapatos en el frío asfalto. La policía, perpleja, no encontraba respuestas, solo el vacío de las calles.

Draven, desde su encierro injusto, o quizás desde las ruinas de su libertad forzada, sintió que el hilo de su existencia se tejía con un destino más grande y aterrador. La única pista, un libro antiguo y polvoriento que apareció en su camino, un tomo prohibido que le revelaría un futuro incierto. Un futuro donde el pueblo estaba maldito, donde las plumas negras no eran solo de cuervos, sino de algo mucho más retorcido.

Mientras Hollowbrook se sumergía en una pesadilla de la que nadie parecía darse cuenta, Draven sabía que su lucha no era solo por su inocencia, sino por la supervivencia de todos. Tenía que evitar a su propio doble, un espectro de carne y hueso, y desentrañar la maldición que envolvía su hogar. Porque en ese Halloween, la verdadera cara del mal había alzado el vuelo, llevándose consigo no solo a los niños, sino también la inocencia de un pueblo que ignoraba el horror que ocurría en silencio.