Fábulas I

Prólogo

Bosque de Zelian. 8 de abril.

Lo llevaba soñando semanas, pensó. No era posible que le hubieran mandado un mensaje equivocado, aunque la parte más desconfiada de ella no parase de sugerirlo. Era una idea intrusiva que se metía en su mente y apenas la dejaba dormir por las noches.

Itaria estaba con los codos apoyados en la sucia repisa de piedra de la ventana. Al otro lado se extendía el estrecho valle que llevaba viendo tantos años, con el serpenteante río de aguas rápidas y transparentes corriendo por un lado de la torre redonda. Más allá no se veía nada aparte de las montañas que cercaban el valle por los cuatro costados.

No había cristales, ni siquiera unos postigos para evitar que el viento se colara en el interior de la torre. En su momento los hubo, pero hacía mucho que los cristales se habían resquebrajado y los postigos de madera se habían podrido hasta que, al final, Itaria los había arrancado. En las paredes de piedra quedaban marcas allí donde habían estado los goznes.

Pasó la mano por la piedra y suspiró, rememorando cada parte de su sueño de nuevo. Estaba tan claro… Pero ¿y si habían logrado colarse en sus sueños y engañarla? Era su mayor miedo. Que la engañaran y pusiera en peligro a quien más amaba. Y hablando de eso…

Hubo un ruido detrás de ella, un susurro suave contra el suelo, pero no se alarmó. Todavía quedaba tiempo, lo sabía. Lo llevaba soñando semanas, se repitió a sí misma al tiempo que se giraba y miraba hacia el interior de la torre en la que llevaba encerrada tanto tiempo.

—Mina, no deberías estar aquí arriba, ya lo sabes —le advirtió a su hermana pequeña, que estaba acurrucada contra la puerta entreabierta que había al otro lado de la habitación redonda. Un resplandor amarillento y sucio se derramaba por el suelo desde el otro lado e Itaria escuchó los débiles sonidos que provenían del piso inferior.

—Lo sé, pero madre Ceoren me ha mandado subir. Dice que la molesto. —La voz de Mina se convirtió en un susurro lastimero y dolido.

Itaria se separó por completo de la ventana y se acercó a Mina, alargando una mano e invitándola a acercarse. Su hermana, como siempre, lo hizo de forma tímida, dudando y con los ojos de un rojo virulento escondidos detrás de una mata desgreñada de pelo negro tan incontrolable y maltratado como ella.

Se encontraron a la mitad del camino. Itaria se arrodilló en el suelo, sobre la fría piedra manchada por el tiempo y agarró a Mina por los hombros con cuidado.

—Seguro que madre Ceoren solo quería que salieras de ahí un poco. No te preocupes, cariño —le aseguró con una sonrisa. Apartó un mechón negro y deslucido de cabello, revelando el rostro pálido de Mina. Bueno, «pálido», era una forma suave de decirlo. Parecía un cadáver, ambas lo parecían, en realidad, después de tanto tiempo allí encerradas, aunque al menos Itaria salía a veces al valle que se extendía bajo su torre. Pero Mina hacía tanto tiempo que no salía que ya había perdido todo el color en sus mejillas. Odiaba salir y solo lo hacía cuando ella la obligaba.

—Madre Ceoren no me soporta.

—Solo está cansada. —«De estar aquí —añadió en su mente—. Igual que yo». Pero no lo dijo.

Se levantó del suelo y caminó hasta un lado de la habitación, donde estaba su cama. Mina la siguió como una sombra. Itaria notó el cambio en el ambiente, como el anterior cálido espacio de la torre pasó a ser glacial, seco; el frío penetraba en su piel hasta llegar a sus huesos, pero contuvo el escalofrío que estuvo a punto de recorrer su cuerpo y tragó saliva al mismo tiempo que se sentaba en el borde de la cama, que crujió bajo su peso. Como todo en la torre estaba vieja, tan solo mantenida en buenas condiciones gracias a la magia de Ceoren.

Todo era una farsa. Aquella torre, las plantas que colgaban de cuerdas del techo, el valle que las rodeaba… Todo era una mentira creada para mantener enjaulada a Mina. Y al final ella también había terminado allí dentro, aunque en su caso había sido elección propia.

Itaria se retorció la trenza en la que llevaba atado su cabello rubio, pensando en una forma de tranquilizar a Mina.

Al final, terminó pasando un brazo por los hombros huesudos de su hermana y la acercó a su cuerpo con mucho cuidado, como si se tratara de una frágil estatua de cristal. No, más bien como si fuera una fiera salvaje y atemorizada.

Siempre procuraba ser lo más suave y cariñosa con ella para evitar que tuviera uno de sus ataques, cada vez más peligrosos, cada vez más difíciles de extinguir, como un incendio fuera de control. Estar en aquella habitación, en la parte superior de la torre, hacía que los ataques fueran más frecuentes, así que Mina solía pasar los días encerrada en el piso inferior, con Ceoren vigilándola de cerca.

—Mina —susurró, su voz apenas audible—. Tienes que calmarte, ¿vale? Si quieres voy a buscar tu muñeca y os podéis quedar las dos hoy aquí conmigo. Si no quieres bajar con madre Ceoren esta noche…

—Vale —respondió la niña, sin dejarle terminar. Mina se apartó de su lado y gateó por la cama hasta que llegó a la parte superior. Apartó las sábanas y mantas que Itaria siempre mantenía perfectamente arregladas y se metió en el interior; se tapó hasta que lo único que se pudo ver de ella fue un bulto informe.

El frío antinatural no desapareció, pero sí se hizo más soportable. Ahora que Mina no la podía ver, Itaria dejó de contener el escalofrío que había estado aguantando todo el tiempo. Todo su cuerpo tembló y cuando se levantó, apenas notaba las piernas y los pies de lo fríos que estaban. Tragó saliva como pudo, pero tenía la boca y la garganta resecas.




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