Fábulas I

Capítulo 2

Camino Real de Lysia. 9 de abril.

Jamis se tambaleó cuando el tabernero le dio aquel empujón, casi sacándolo de la taberna. Se cogió al marco de la puerta, pero el otro hombre le dio un golpe con el pie, con lo que acabó tirado en el fango. Escuchó cómo caía algo a su lado con un sonido metálico, amortiguado por el barro.

La puerta se cerró con un golpe lo suficientemente fuerte como para casi arrancar la puerta de sus goznes y todo se quedó en silencio a excepción de la lluvia que repiqueteaba sobre los tejados y el viento que sacudía con violencia las ramas de los árboles.

Todo giraba a su alrededor, como si hubiera dado vueltas sobre sí mismo durante horas. El brazo que tenía delante se veía borroso y había momentos en los que veía doble. Era como si, de repente, tuviera cuatro brazos y cuatro manos; sacudió delicadamente la cabeza y se lamentó de inmediato de haberlo hecho. El más simple movimiento le hacía querer vomitar hasta el hígado.

Jamis apretó la mejilla en el frío barro y cerró los ojos. Pronto estuvo totalmente empapado, con el pelo rubio pegado a su cráneo y la ropa adherida como una segunda piel, fría, húmeda y sucia. La tormenta no parecía tener la intención de amainar; es más, a cada minuto que pasaba la lluvia caía cada vez con más fuerza. Unos cuantos relámpagos iluminaron el cielo y fueron casi seguidos por estridentes truenos. Se quedó embobado mirando los destellos de luz contra la oscuridad de la noche. Era hipnótico.

Una parte de su mente, que no estaba del todo borracha, le advirtió que tenía el temporal casi encima. Abrió los ojos verdes con pereza y vio el cielo plagado de negras nubes, cortadas de vez en cuando por blancos relámpagos que centelleaban como látigos.

Con gran esfuerzo, consiguió sentarse en el suelo, con las piernas cruzadas. Tuvo que apoyar la cabeza en las manos para no caerse hacia atrás. Vio a su lado la espada que, bajo la luz de los relámpagos, se veía de color plateado, nada que ver con su habitual color rojo carmesí. Tardó un tiempo en entender que se había salido de la vaina.

Otro rayo iluminó la hoja como un destello de luz plateada. Contempló las ondulaciones del filo, allí donde el acero había sido plegado cientos, miles de veces. Era antigua, muy antigua y había servido a muchos caballeros de su familia durante años. Sin embargo, a él no le gustaba esa espada. Le traía malos recuerdos, aunque era innegable que tenía una belleza única, aunque también fría; le recordaba a su padre y a su hermana. En realidad, le recordaba a toda su familia: siempre fríos como el hielo, sin mostrar ni una pizca de cariño, pero siempre elegantes y bellos y perfectos.

Dio un golpe contra el suelo enfangado, odiando aquello. Solo pensaba en su familia cuando estaba borracho.

Jamis cogió la espada por la empuñadura y la metió en su funda sin mucho cuidado; después, se levantó. No se vio capaz de colocarse la espada en la espalda, como habituaba llevarla, así que asió con fuerza el acero y caminó. Al primer paso se dio cuenta de que no iba a llegar muy lejos en su estado. Tanteó hasta encontrar la pared y fue avanzando medio apoyado en ella.

Se tropezó con algo duro y cayó de bruces de nuevo. Se quedó inconsciente por el segundo golpe en la cabeza, pero fueron apenas unos segundos. Abrió los ojos. Esta vez no hizo ni siquiera la intención de levantarse. Le dolía la cabeza, aunque sabía que no había sido nada importante: la herencia élfica de su madre era lo bastante fuerte en su sangre como para que fuera necesario mucho más para hacerle un daño real.

Pero se quedó tirado en el suelo, dejando que la lluvia le calara hasta los huesos y el frío se instalara en cada fibra de su cuerpo, con la mirada perdida. No tenía ganas de levantarse. Había sido una noche horrenda que deseaba olvidar cuanto antes.

Había un charco de agua lodosa cerca de él en el que sus ojos se perdieron durante un tiempo hasta que empezaron a cerrársele.

Y fue entonces cuando volvió a verla, aunque al principio pensó que se trataba de las sombras de algún árbol. La imagen que aparecía en el agua era extraña, estaba distorsionada por las gotas de lluvia, sucias por el fango rojizo, pero no por eso el reflejo era menos real. Al principio no era más que una sombra blanca, con la forma de una mujer tan delgada que dolía verla, con sus huesos clavados en la piel, sobresaliendo en la clavícula, en las muñecas y los pómulos. Dos puntos rojos brillaban a la altura de los ojos y gotas de sangre cayeron por sus mejillas sin carne.

La figura abrió la boca en un grito mudo en un primer momento, pero, conforme los segundos iban pasando, Jamis empezó a sentir un punzante dolor en los oídos, intenso, incesante. Era un grito, tan agudo y desgarrador que le dieron ganas de perforarse los oídos hasta dejar de escucharlo. Intentó taparse las orejas, pero sus brazos no le respondían. Estaba paralizado, ¿de miedo? Tal vez.

Jamis intentó sacar su espada, pero se había caído encima de ella y él estaba demasiado borracho para poder levantarse y sacar la espada sin clavársela a sí mismo. La mujer se aproximaba a él, con aquel grito horrible por delante, acercándose cada vez más rápido, y supo en ese momento que no lo conseguiría. El frío se extendió por su columna, como una descarga eléctrica que lo paralizaba. Sus miembros estaban rígidos por el frío y a Jamis casi le pareció notar como sus huesos, músculos y piel se iban llenando de escarcha y convirtiéndose en puro hielo. Una parte de su mente, que parecía estar más despejada que las demás, se divirtió al pensar en él como una estatua de hielo gigante. Dejó de forcejear por sacar la espada y se abandonó a su destino, fuera el que fuera.




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