Koya. 12 de abril.
Sentía dolor.
Su cuerpo entero estaba adolorido por los golpes y había un gran vacío en el centro de su pecho que le oprimía los pulmones y no le dejaba respirar. Pero Itaria permaneció en el suelo, acurrucada, sintiendo la dureza de la madera bajo su cuerpo, deseando desaparecer de ese mundo.
Una cosa. Solo debía hacer una cosa: mantener a Mina a salvo. No había logrado hacer ni siquiera eso. Si estuviera allí Ceoren, no habría ocurrido nada. Ella seguro que habría encontrado una forma de luchar contra esa bestia y seguro que no habría dejado que se llevaran a Mina con tanta facilidad.
Su hermana no estaba, se la habían llevado y ella no había hecho nada más que un ridículamente débil escudo que no las había protegido en nada y después dejarse golpear. Ese aguilucho había sido más inteligente que ella, estaba claro.
Una lágrima de frustración le recorrió la mejilla sin poder evitarlo. Notó la boca pastosa por la sangre de su boca; un corte le recorría el interior de la mejilla, que le palpitaba al mismo tiempo que sus lágrimas brotaban, intensificándose con cada segundo. Se tocó con la lengua la herida, apenas un roce, pero que envió una oleada de dolor a su cuerpo y que le sirvió para darse cuenta de que todo aquello era real. Al menos para algo servían las heridas. Se preguntó si el ataque habría ocurrido si hubieran entrado en el Palacio de los Sabios, aunque de poco servía pensar en ello en ese momento.
—Lo siento, Mina —susurró entre sollozos cada vez más fuertes. Se envolvió las piernas con los brazos y las apretó contra su pecho con fuerza hasta sentir como las rodillas se le clavaban contra los huesos y le hacían daño. No le importó. Ese pequeño dolor auto infligido era más liberador que las lágrimas que se derramaban por sus mejillas. Ese dolor le permitió unos segundos de claridad en medio del caos en el que se acababa de convertir su vida.
Abrió los ojos durante un instante; veía borroso por culpa de las lágrimas y los sentía hinchados, pero Itaria todavía pudo vislumbrar la luz de la luna entrando e iluminando lo que quedaba de la cristalera y los vidrios destrozados y desparramados por el suelo. Empezó a notar en su cuerpo los efectos de haber usado tanta magia a lo largo de tantos días, el cansancio y el dolor; los párpados le pesaban y no pudo hacer nada para evitar ser arrastrada de nuevo a la inconsciencia, aún derramando lágrimas lentas y saladas.
Estaba en un valle rodeado por los cuatro costados por montañas de cumbres nevadas. Un río de aguas lentas pasaba por el medio del prado, con pequeños peces plateados que saltaban y se volvían a hundir con un chapoteo del agua. Era de noche y la luna iluminaba con suavidad la hierba y unas antiguas ruinas que había en el centro del valle. Tan solo quedaban unos pilares y unos cuantos ladrillos ennegrecidos medio cubiertos por la alta hierba. Bajo la luz de la luna adquirían un aspecto fantasmagórico, como si esperar que en cualquier momento salieran fantasmas de entre las ruinas y la atacaran.
Pero no ocurrió nada de eso. Itaria empezó a pasear; notaba la frescura de la hierba húmeda en los pies descalzos y las briznas le hacían cosquillas en la piel de las manos y brazos desnudos. Era una sensación muy agradable; hacía mucho tiempo
Reconocía el sitio, sabía que lo conocía, pero Itaria era incapaz de ubicarlo. Se frotó las sienes con los dedos, hizo presión hasta que notó un dolor molesto, pero no consiguió saber de qué le sonaba tanto ese lugar.
De repente, captó un movimiento por el rabillo de su ojo. De entre las ruinas y la maleza apareció una figura hecha de humo negro. Tenía cuerpo humano, algo informe pero todavía reconocible; lenguas de humo negro salían de su cuerpo, meciéndose de un lado a otro al son de sus movimientos.
Itaria debería haber tenido miedo, pero no lo tenía. Por primera vez desde que tenía memoria, se sentía a gusto en la oscuridad de la noche y esa figura extraña le proporcionaba una calma igual de extraña. Su cuerpo se relajó y sus pies caminaron hacia la figura hecha de humo. Al acercarse, se dio cuenta de que allí donde deberían haber estado los ojos había dos puntos luminosos de color rojo sangre. Tampoco entonces sintió miedo. Estaba segura allí. No sabía cómo había llegado hasta esa conclusión, pero era cierta.
Cuando estuvo tan cerca que solo tenía que alzar el brazo para tocarlo, la sombra alzó una mano, indicando que se detuviera. Itaria podía sentir en sus fosas nasales el débil aroma a piedra caliente y tierra seca que desprendía de su cuerpo. Estaba sobra una gran piedra en el suelo, ennegrecida y llena de líquenes, que le hacía elevarse varios centímetros por encima de ella.
—¿Quién eres? —le preguntó Itaria. Se notó su voz rara, llena de eco, como si estuviera hablando en el interior de una cueva y no en medio de un valle al aire libre.
—Alguien. Me conocerás pronto. —Su voz sonaba incluso más cavernosa que la suya, pero había una calidez agradable en ella que hizo que Itaria sonriera.
—¿Cómo lo sabes?, ¿acaso ves el futuro?
La figura se rio con suavidad y las lenguas de humo vibraron al mismo tiempo.
—No, por supuesto que no. Pero digamos que puedo conocer lo que va a ocurrir antes de que pase. Una habilidad muy útil, ¿no crees?
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Editado: 12.08.2024