Fábulas I

Capítulo 10

Arcar. 27 de abril.

Había perdido la noción del tiempo.

Tiaby había entrado allí por la tarde, cuando el sol todavía brillaba en el cielo y no había salido ni una sola vez de la taberna. Desde su mesa podía ver la puerta y cuando se abría veía la oscuridad de la noche al otro lado.

Giró la mirada y la dirigió de nuevo hacia las cartas que llevaba entre las manos. Estaba a punto de ganar, tan solo necesitaba una carta más y se llevaría todo el botín que había encima de la mesa, una bolsa llena de monedas; técnicamente no era mucho dinero, porque las monedas eran de las de menos valor, pero con ellas, Tiaby tendría suficiente para huir y eso era todo lo que le importaba en ese momento.

Mordisqueándose el labio inferior por los nervios, esperó a que uno de sus contrincantes lanzara sobre la mesa la carta, la última carta que decidiría si se podía marchar dentro de dos días de Arcar o tendría que seguir viviendo en la incertidumbre de esa ciudad.

Se le escapó el aire que no sabía que había estado conteniendo en el momento en el que vio la carta. Estaba salvada.

No tardó ni un segundo en tirar su propia carta en la mesa, encima de todas las demás, con una amplia sonrisa.

—¡Gané! —exclamó, incapaz de contener la felicidad que sentía. ¡Iba a ser libre! ¿Dónde estaba la camarera? Esa magnífica partida se merecía un buen brindis.

A su alrededor escuchó un murmullo de decepción; un grupo de gente se había agolpado rodeando la mesa para ver la partida. Tiaby sabía que no habían apostado mucho por ella y que seguramente les habría hecho perder bastante dinero. No estarían muy contentos. Tal vez fuera buena idea marcharse de la taberna…

Pero no pudo terminar el pensamiento porque uno de los hombres con los que había estado jugando le lanzó la jarra de cerveza a la cabeza. Se agachó a toda velocidad, tirándose al suelo lo bastante rápido como para apartarse la trayectoria del proyectil improvisado; sin embargo, los que estaban detrás de ella no fueron tan ágiles y terminaron empapados de pies a cabeza.

Una segunda jarra voló y una fina lluvia de gotas de cerveza la roció cuando se estampó contra la cara de un hombre de rostro serio y feo. Era tres veces más grande que el hombre que había lanzado el pichel, con los músculos del brazo derecho muy marcados. «Un herrero —pensó Tiaby al mirarlo dos veces». El herrero se lanzó contra el otro hombre con los puños alzados y una mueca de furia que le distorsionaba las facciones.

Tiaby se quedó dónde estaba, agachada tras una silla y asomándose de vez en cuando para ver cómo iba la pelea. La muchedumbre empezó a empujar y gritar, animando a cada uno de los contrincantes. La chica pensó en como acabarían las apuestas, preguntándose si debería apostar o no.

Tiaby alargó el brazo y buscó con la mano por toda la mesa empapada de cerveza. Al fin, dio con la pequeña bolsita de cuero que tintineó entre sus manos al cogerla. «Justo a tiempo —pensó cuando la mesa se partió en dos». Los dos hombres se habían caído encima de ella. Tiaby huyó de allí y se refugió bajo otra mesa.

Los dos hombres empezaron a lanzarse puñetazos mucho más serios. Dos hombres más se lanzaron a la pelea, dispuestos a ayudar a su amigo, el hombre delgado, que iba perdiendo claramente. La pelea entre dos acabó derivando en una locura de puñetazos, patadas y algún que otro cuchillo cuya hoja tenía un brillo bastante mortal en aquella lucha. Las jarras de cerveza volaban por los aires esparciendo la bebida en todas las direcciones y empapando aún más a los enfurecidos contrincantes, que lanzaban gritos de dolor, gruñidos y mil maldiciones. Tiaby escuchó el sonido de una segunda mesa al ceder por un golpe y los gritos del tabernero, que intentaba por todos los medios sacar la pelea a la calle para que no le destrozaran aún más el local.

Tiaby pensó que aquel era un buen momento para huir pues la pelea aún no era una batalla mortal.

Al ver que le sería imposible salir a codazos sin llevarse ella un golpe, Tia decidió escapar de la taberna a gatas, no sin antes echar una mirada a un hombre vestido completamente de negro. A Mikus apenas se le veía la cara por el gran sombrero de ala ancha que llevaba. La única concesión al color que había hecho era una gran pluma azul que estaba enganchada en su sombrero. El hombre dejó su copa con cara de aburrimiento y se colocó bien la capa negra para que le cubriera la parte derecha del cuerpo. Tocó la pluma delicadamente y desapareció. Nadie parecía haberse dado cuenta de que aquel hombre se había vuelto invisible.

Tiaby se colgó la bolsa con el dinero del cinturón y comprobó que su daga siguiera en su sitio. Después, empezó a gatear, casi arrastrándose entre las piernas de los luchadores, golpeando con los codos los muslos y pantorrillas para apartarlos de su camino.

Antes de conseguir huir se ganó varias patadas en el estómago y unos cuantos pisotones en las manos que le sacaron algunas lágrimas de dolor y varias maldiciones e insultos que, de haberlos escuchado su padre hubiera mandado que le lavaran la boca con ácido.

La puerta de la taberna se abrió justo cuando ella se acercaba casi arrastrándose con los codos. De refilón vio un par de botas, pero nada más; continuó su camino hasta que estuvo fuera, respirando un aire mucho más fresco que el que había estado respirando en el interior.

Ya fuera, se levantó y se limpió los pantalones sucios de polvo. Tenía en la ropa unas manchitas de sangre y estaba mojada de cerveza de pies a cabeza. Tiaby jadeaba por el esfuerzo y le dolía el estómago por los golpes. Se miró las manos: le ardían, pero no debía ser nada más que unos cuantos cortes. Estaban rojas, sucias y al día siguiente estarían moradas por las contusiones; sin embargo, Tiaby pensó que, si con aquella pelea conseguían las suficientes monedas, habrían valido los golpes, moratones y cortes.




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