Fábulas I

Capítulo 11

Cerca de Myria. 27 de abril.

Itaria todavía sentía frío.

Desde la noche anterior, el frío no la había abandonado, como si se le hubiera colado en el interior de los huesos y no pudiera sacárselo de encimo. Rhys la había envuelto en mantas y se había encargado de mantener encendida una hoguera mientras ella tiritaba una y otra vez.

Itaria se había despertado esa mañana con un intenso y paralizante dolor de cabeza. No recordaba lo que había ocurrido después del ataque de los brujos. Tenía recuerdos de estar luchando contra ellos y después… nada. Rhys se lo había aclarado al levantarse.

—Me temo que te llevé al Infierno y… Te desmayaste. Lo siento —se tiró al suelo, con las manos juntas en un gesto de súplica—, no me puse a pensar en lo que te ocurriría. Solo quería sacarte de ahí cuanto antes y…

—Está bien, Rhys. No pasa nada —le había asegurado Itaria. ¿Cómo iba a juzgarlo? Había querido salvarla. No, la había salvado. Si no los hubiera transportado, habrían acabado con ellos, de eso estaba segura. Sufrir escalofríos, dolor de cabeza y pasar unos días más débil parecían un precio pequeño a pagar para ella.

Pero para Rhys no parecía suficiente.

Se sentía realmente culpable por haberla arrastrado hasta el Infierno y desde esa mañana apenas habían hablado. Rhys tan solo le había dirigido la palabra cuando lo creía indispensable, como si hablar con ella le recordara su supuesto error. Cada vez que Itaria trataba de sacar algún tema de conversación, Rhys se marchaba y no volvía hasta media hora más tarde. Así que, al final, dejó de intentarlo, aunque tan solo fuera para que el chico no se marchara de su lado.

Itaria no soportaba verlo así de desolado. Su rostro estaba mortalmente pálido y tenía profundas ojeras debajo de los ojos; seguro que apenas habría dormido esa noche, sintiéndose demasiado culpable como para descansar. En las dos semanas que llevaban viajando juntos, Itaria había aprendido que Rhys se tomaba muy enserio cualquier cosa que tuviera que ver con su seguridad, como si para fuera vital que ella estuviera sana y salva en todo momento. No parecía entender que eso era imposible cuando se tenía a todo un ejército de ocultos dirigidos por Myca Crest persiguiéndote. Itaria lo había aceptado hacía años, pero Rhys no comprendía que el peligro formaba parte de su vida como sus poderes o Mina.

Mina… Solo pensar en el nombre de su hermana se le hizo un nudo en la garganta. ¿Dónde estaría?, ¿estaría bien? Nadie sabía qué era lo que quería Myca Crest de las Guardianas, pero no podía ser nada bueno cuando prácticamente las cazaba como si fueran conejos. No por primera vez, Itaria deseó ser Mina. Si pudiera ahorrarle a su hermana todos los sufrimientos del mundo, lo haría con todo el gusto.

En realidad, tenía algo en común con Rhys en ese momento. Ambos se culpaban por haber puesto en peligro la seguridad de otra persona. La diferencia era que Itaria lo había perdonado al instante, mientras que ella no sabía si podría pedirle perdón a Mina o sería ya demasiado tarde. Sacudió la cabeza. No, encontraría a Mina. Tenía que hacerlo. No se detendría hasta que su hermana pequeña estuviera de nuevo con ella.

Regresó a la realidad con un chasquido de la madera que ardía en la hoguera. Rhys estaba al otro lado, con las largas piernas encogidas y los brazos rodeándolas. Tenía la mirada perdida en las llamas e Itaria no sabía cómo pedirle que se metiera bajo las mantas junto a ella, como siempre hacían. Echaba de menos su calor, la forma de su cuerpo contra el suyo, sus caricias y su olor. Dioses, echaba de menos su voz, sus sonrisas, pero las verdaderas. Rhys sonreía mucho, pero pocas veces eran reales; casi siempre fingía que estaba más contento de lo que estaba en realidad. Pero Itaria había visto alguna que otra de esas sonrisas y eran… hermosas. Se le iluminaban los ojos y torcía la comisura derecha. En los últimos días, Rhys fingía menos y sus sonrisas eran más reales que nunca, como si se estuviera relajando con ella. Itaria se enorgullecía de pensar que se sentía a gusto a su lado, pero ahora… Bueno, era incluso peor que cuando se conocieron.

Contempló unos minutos al chico, hasta que no pudo soportarlo más tiempo.

—Tienes que dejarlo yo —soltó. Su voz sonaba ronca y se dio cuenta que tenía la garganta seca.

—¿A qué te refieres?

—Lo sabes perfectamente, no finjas lo contrario. Deja de culparte por algo que desconocías.

—Casi te maté.

—¡Me salvaste la vida, Rhys! Si no nos hubieras sacado de allí, ahora ninguna de los dos estaría con vida.

Rhys negó con la cabeza, como si no quisiera seguir escuchando sus argumentos. Se levantó de un salto y empezó a pasearse por la amplia cueva. Abría y cerraba las manos, intentando relajarse, pero no parecía estar funcionando. Las sombras y luces de las llamas le daban un aspecto cadavérico e Itaria se preguntó cuántas horas de descanso y comida se habría perdido. Si lo que quería era desfallecer de puro agotamiento, estaba yendo por buen camino.

Entonces el chico se detuvo de golpe, de espaldas a ella y con las manos cerradas en puños con tanta fuerza que los nudillos se le tornaron blancos y parecía que el hueso le fuera a atravesar la piel.

—Tendría que haberlo sabido —susurró con la voz rota—. Si te hubiera pasado algo…

Ni siquiera fue capaz de terminar la frase. La voz se le rompió antes de terminar con un grito ahogado.




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