Fábulas I

Capítulo 12

Myria. 27 de abril.

El golpe del metal contra el metal desgarró el silencio de la noche.

Jamis apenas veía lo que estaba sucediendo. Sus atacantes no eran más que sombras que se fundían en la oscuridad del bosque. Incluso con su visión más aguda que la humana le costaba distinguir sus figuras. La poca luz de luna que había en el claro, sin embargo, hacía brillar las hojas de las espadas.

Vio con una de esas espadas caía hacia él describiendo un arco descendente. Se apartó a toda velocidad de su trayectoria y escuchó el silbido del aire a apenas unos centímetros de su oído; si no se hubiera quitado de en medio, le habría destrozado el cráneo.

Sin saber muy bien lo que estaba ocurriendo, Jamis se dedicó a detener los golpes, evaluando a su enemigo. Eran dos, estaba seguro. Y no eran muy buenos, de eso también estuvo seguro después de estar unos minutos luchando contra ellos. Aunque sus golpes eran lo suficientemente fuertes como para hacer que su brazo temblara al detener los espadazos, no parecían saber muy bien lo que estaban haciendo.

Él levantó la espada y se lanzó contra uno de ellos, que se detuvo de repente al ver como se acercaba, con el filo de espada brillando con un siniestro color rojo.

La espada describió una curva y el hombre cayó al suelo con los intestinos desparramados por la hierba. La sangre caliente le salpicó el rostro y la ropa; el olor metálico le inundó los sentidos durante unos instantes.

Pero no pudo pensar en ello mucho tiempo. Por el rabillo del ojo, vio que el otro ladrón o lo que fuera se había quedado paralizado; la espada le temblaba en la mano. Jamis pensó que huiría. Dos segundos después, su atacante ya no estaba. Había echado a correr hacia el interior del bosque y Jamis hizo lo mismo, siguiendo su silueta que se perdía entre la espesura de los árboles, después de guardar la espada en su funda.

Fuera quién fuera, corría más rápido que él. Se esforzó al máximo, hasta que los pulmones le dolieron y las piernas le ardían por la carrera, pero pronto lo dejó atrás. Dejó de ver su figura y empezó a guiarse tan solo por los amortiguados sonidos que producía y después ni siquiera eso.

Jamis se detuvo, con las manos apoyadas en los muslos para sostenerse. Sentía el corazón se le iba a salir por la boca y un molesto pitido en los oídos que tapaba todo lo demás. El tobillo le dolía un poco; tal vez se lo hubiera torcido mientras corría. Cojeando, se giró y fue mirar a su alrededor, buscando pistas de por dónde podría haber huido. Había un matorral aplastado cerca y, cuando lo pasó, vio ramas rotas, hojas muertas desperdigadas y más arbustos destrozados.

Sacó la espada, todavía sucia de sangre e hizo una mueca de disgusto al darse cuenta de que había guardado el arma sin limpiarla. Ya no podía hacer nada, pero le molestó saber que tendría que limpiar también la funda además de la hoja. Siguió el camino que le había dejado el ladrón, procurando hacer el menor ruido posible. El bosque a su alrededor estaba en silencio y no escuchaba ni pasos ni ninguna respiración agitada aparte de la suya y eso solo podía significar dos cosas: o lo había perdido o se estaba escondiendo muy bien. Por si acaso, Jamis se mantuvo alerta, mirando a los lados y a su espalda de vez en cuando.

Entonces pisó algo extraño con la bota, duro y blando a la vez. Miró hacia abajo, arrodillándose… Y se dio de cara con un cadáver. Jamis lo tocó y notó que todavía estaba caliente. Le habían rebanado la garganta con un corte profundo hasta casi separarle la cabeza del resto del cuerpo; la sangre bajo él todavía estaba fresca. Muy fresca, en realidad. Jamis tuvo un presentimiento y miró en torno al cadáver hasta que lo encontró. La espada estaba cerca de sus pies. Jamis la había visto tantas veces en los últimos minutos que tuvo claro a quién pertenecía aquel cuerpo. Ahora solo faltaba saber quién lo había matado, porqué y cómo lo había hecho antes que él y sin que Jamis escuchara nada.

Mirando mejor el cadáver, pensó que debían haberlo sorprendido y no le había dado tiempo a reaccionar…

Jamis se levantó de un salto, con su propia espada aferrada con fuerza entre los dedos. A ese idiota lo habrían pillado desprevenido, pero él no iba a ser tan fácil de matar. Miró a su alrededor, buscando algo que le diera una pista de dónde podría estar el asesino —o peor, los asesinos—, que habían terminado de una manera tan poco elegante con la vida de ese desgra…

Una espada le pasó silbando a apenas unos centímetros de la oreja, desde su espalda. Pivotó hacia la izquierda a toda velocidad hasta quedarse frente a su atacante y recibió otro tajo a la altura del estómago que casi le desgarró de lado a lado. Por unos instantes, pensó en el hombre que había matado hacía no mucho y pensó que el karma se lo iba hacer pagar… pero no le dio tiempo para darle muchas vueltas.

Los tajos venían de todas las direcciones posibles, a una velocidad que Jamis era casi incapaz de registrar. Derecha, izquierda, arriba y abajo, por separado o todo junto; fue esquivando golpe por golpe, más por instinto que por habilidad. Ni siquiera podía levantar su espada para defenderse o para detener las hojas; iba todo tan rápido que no podía ni pensar en usar la espada.

Fuera lo que fuera, el arma de su contario tenía una hoja curva que centelleaba cuando la alcanzaba los pocos rayos de luna que lograban atravesar las tupidas copas de los árboles. Jamis vio que todavía había manchas carmesíes en la hoja. No le cupo ninguna duda de a quién pertenecía esa sangre: al infortunado (y estúpido) que yacía a pocos metros de él.




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