Fábulas I

Capítulo 15

Myria. 28 de abril.

Jamis sentía que lo vigilaban. Lo había notado por primera vez esa misma mañana, cuando se había despertado de repente con el corazón latiendo con fuerza en su pecho y el cuerpo agarrotado por dormir en una mala posición toda la noche. Recordaba haberse levantado y haber recorrido su habitación por completo, mirando cada pequeño rincón minuciosamente. No había encontrado anda y eso lo había puesto todavía más nervioso. La sensación era extraña, como si alguien lo estuviera mirando fijamente y pudiera ver todo sobre él, cada movimiento, pensamiento y secreto que escondía.

La segunda vez lo sintió mientras lo llevaban al barracón de los guardias después de que Laina lo hiriera. El mordisco de su serpiente le ardía como el infierno y Jamis apenas podía moverse sin soltar un grito de dolor. Cuando por fin lo tumbaron en una cama, tenía los ojos anegados de lágrimas de dolor. Pocas veces había sentido algo así; era como si el veneno que tenía lo estuviera quemando por dentro a toda velocidad. Podía sentirlo recorrer sus venas con cada pulsación de su corazón, matándolo desde el interior.

En ese momento, la sensación fue tan intensa que Jamis llegó a creer que estaba en la misma habitación que él. Logró abrir los ojos, pero de nuevo no vio a nadie. La persona —o el ser—, que lo espiaba era invisible a sus ojos.

Agotado por el veneno y el dolor, se había sumido en un sueño intermitente. Pero cada vez que se despertaba, estaba más y más cansado, más débil. Con la respiración jadeante, Jamis cerró los ojos e intentó descansar. Era lo único que quería: dormir y que el dolor se terminara de una vez.

Entonces, notó ese maldito par de ojos puestos en él de nuevo. Apretó los puños con las pocas fuerzas que le quedaban; estaba harto. Si tenía que morirse al menos lo haría en soledad, no con una presencia molesta y entrometida que lo persiguiera.

Logró incorporarse sobre un codo y el esfuerzo lo dejó sin apenas aire en los pulmones. Después, tanteó su muslo, buscando la daga que siempre llevaba, pero no estaba allí. Después de unos segundos de desconcierto, recordó vagamente como se la habían quitado al llevarlo a esa habitación.

—¿Quién eres? —demandó saber, con la voz quebrada; no se había dado cuenta de lo seca que tenía la garganta hasta ese momento, como si tuviera papel de lija. Carraspeó y volvió a preguntar, pero como la primera vez, nadie le respondió.

Sin embargo, las blancas cortinas que segundos antes habían colgado muertas de sus soportes, se mecieron con una suave brisa que también removió el cabello dorado de Jamis con delicadeza, como una caricia. Acompañándola, le llegó un ligero aroma a bosque, tan débil que tuvo que olfatear para asegurarse de que no lo había imaginado. Pero no, allí estaba; era un olor que él reconocería siempre, en cualquier lugar y cualquier momento.

Sabía quién estaba vigilándolo.

Jamis tragó saliva y, con mucho cuidado, se levantó de la cama. Apoyó todo su peso en la pierna sana y caminó un poco ayudándose de los grandes postes de madera de la cama. Por primera vez, se dio cuenta de que reconocía dónde estaba: era la habitación de Aethicus.

Las manos le sudaban, como si su cuerpo hubiera anticipado a quién se iba a encontrar antes si quiera que su mente lograra procesarlo.

Primero apareció un humo de color gris ceniza. Se enroscaba sobre sí misma en una de las esquinas, cerca del abarrotado escritorio al que Jamis estaba intentando llegar. No era fácil. La pierna apenas le respondía y tenía que ir arrastrándola a pesar de las blancas llamaradas de dolor que lo cegaban con cada movimiento.

El humo se fue haciendo cada vez más denso hasta convertirse en una nube, espesa y esponjosa. Se elevó hasta alcanzar la altura de una persona y, poco a poco, Jamis contempló incrédulo como iba tomando la forma de un cuerpo. El olor se hizo tan intenso que inundó sus sentidos. Olía a bosque, a pergamino y al aroma inconfundible de la magia: a regaliz quemado.

Jamis cubrió el último metro que le quedaba para llegar al escritorio y se desplomó en la silla antes de que Tallad hubiera aparecido por completo en la habitación. Se aferró con fuerza a los reposabrazos hasta que los nudillos de las manos se le volvieron blancos; miró con los labios apretados al hombre que lo observaba desde el rincón en sombras.

—Suponía que no te lanzarías a mis brazos, pero no que me miraras con esa cara —dijo Tallad mientras se arreglaba los puños de su túnica, aunque estaba perfectamente colocada. Jamis lo miró, repasándolo una y otra vez, de arriba abajo. Era incapaz de creerse que estuviera allí en realidad. ¿Y si era una ilusión, una fantasía provocada por el veneno que le recorría las venas?

Tallad llevaba una túnica de color verde hoja que apenas le llegaba hasta las caderas; en las mangas llevaba bordadas en hilo de oro intrincadas runas élficas, al igual que en los dobladillos de los pantalones y las botas negras.

Cuando por fin Jamis se atrevió a mirarle el rostro, vio de nuevo los ojos azules, con pequeñas manchas verdes en el exterior con los que llevaba soñando desde hacía años. Seguía teniendo los pómulos altos y las facciones marcadas; el cabello castaño caía un poco más allá de sus hombros, con unas finas trenzas entretejidas con cintas doradas.

—Lo de suponer nunca fue lo tuyo —susurró Jamis, la voz apenas le salía. Con cuidado, se levantó, pero antes de que lo hubiera logrado, Tallad estaba a su lado. Lo agarró del codo con fuerza, como si temiera que en cualquier momento se fuera a desmayar. Jamis se sentía así, por lo menos. La habitación le daba vueltas y no sabía si sus piernas iban a ser capaces de sostenerlo durante mucho tiempo.




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