La antigua sangre
Hacía un calor insoportable en la capital de Lorea. Anglar se cocía a fuego lento en un verano que no daba tregua. Las calles estaban vacías a pesar de ser todavía por la mañana y quedar muchas horas de luz.
Jamis tiró de las riendas del caballo, mirando de lado a lado cada pocos segundos. Iba caminando, las calles demasiado estrechas para montar con seguridad. No se había encontrado con muchos guardias al entrar en la ciudad, pero Jamis siempre se encontraba incómodo viajando a Lorea. El odio hacia los ocultos, y hacia los elfos más en concreto, era más patente en Lorea que en cualquier otra parte de Sarath y, en la capital del reino, todo era mucho peor. De normal, nunca se había acercado por voluntad propia, pero hacía unos meses había recibido un mensaje de su sobrina, Mireiya. Jamis no la había llegado a conocer, pero al parecer su hermana Lyrina le había hablado de él y, por alguna razón, su sobrina había pensado que pedirle ayuda a Jamis era una buena idea.
La hija de Mireiya, Bissane, se había casado con Alekos, el recién coronado rey de Lorea. A Jamis le había sorprendido en un primer momento al enterarse de la noticia. Todos conocían la animadversión de Alekos por los elfos, así que, ¿cómo habían logrado que aceptara el matrimonio? Bissane no tenía mucha sangre élfica en las venas, pero aun así...
Alguien se chocó contra su hombro y Jamis soltó un gruñido de dolor. El hombre le echó una mirada de desprecio y siguió caminando sin decir nada. Decidió seguir caminando. No era buena idea meterse en problemas por algo tan insignificante, no cuando en Lorea podía terminar en un poste y con una sentencia de veinte latigazos tan solo por respirar. Se recolocó el cabello, haciendo que le tapara las orejas y continuó su camino hacia el castillo de Lorea. Era una fortaleza grande, con fuertes muros de color miel que se alzaban imponentes tras un profundo foso. El puente levadizo estaba bajado y las rejas subidas, pero las puertas tenían guardias a cada lado armados con lanzas; las puntas de acero brillaban cuando el sol las rozaba.
A pesar de la seguridad, Jamis tenía carta blanca para entrar en el castillo. Tan solo tuvo que enseñar el anillo que su sobrina Mireiya le había dado con la carta que le había mandado y los soldados se apartaron. El símbolo de la casa real de Vyarith —dos grandes árboles—, estaba grabado en el anillo. Sin embargo, uno de los guardias lo acompañó todo el tiempo. Mandó a un palafrenero a llevarse su caballo y llevó a Jamis hacia el interior del castillo, caminando delante de él todo el tiempo. De vez en cuando giraba el cuello para asegurarse que Jamis todavía lo seguía.
El castillo estaba construido con la misma piedra de color miel que el muro exterior y las paredes estaban llenas de ricos tapices de Nuza y en el suelo había alfombras de Kadra; en las paredes colgaban elaborados candelabros blancos con forma de dos espadas y una estrella en el medio de ambas: el símbolo de Lorea. Todo en el castillo gritaba riqueza, discreta y elegante, pero riqueza. Si Bissane se parecía aunque fuera un poco a su hermana, estaría encantada con ese despliegue de dinero.
El guardia se detuvo delante de una gran puerta de doble hoja, custodiada por dos hombres más. Uno de los soldados abrió la puerta y le indicaron que podía entrar.
Era una sala de estar alargada, muy bien iluminada con grandes y estrechos ventanales que cubrían toda la pared izquierda de la habitación. Había un par de mesas redondas con sillas a su alrededor y grandes alfombras en tonos claros cubrían el suelo. Las paredes estaban talladas con el mismo motivo: estrellas de cinco puntas. Al otro lado de la habitación había una segunda puerta, más discreta, pero que permanecía abierta. Por el hueco, Jamis podía ver el dormitorio que había al otro lado.
Solo al echar un segundo vistazo a la habitación, se dio cuenta de que había una mujer muy joven, sentada en un pequeño sofá que había en un lado, cerca de la puerta del dormitorio. Tenía el cabello muy rubio y Jamis pudo ver en su rostro los rasgos de su hermana y los suyos propios.
—Tú eres mi tío abuelo, ¿verdad? Jamis Talth —dijo la mujer, Bissane. Se levantó del sofá y se acercó a él con una sonrisa amable y tímida en los labios. Jamis ni siquiera recordaba la última vez que había estado con alguien de su propia familia.
—Eres Bissane...
Ni siquiera era capaz de creérselo. Sí, había ido a Anglar con la idea de verla, pero tenerla frente a él era muy diferente que imaginar cómo iba a ser su primer encuentro. Bissane levantó una mano y le rozó la mandíbula, como si quisiera asegurarse de que era real. Jamis notó el calor de sus dedos en la piel, un roce tan suave que parecía irreal.
—Te pareces mucho a mi hermana. A tu abuela —susurró Jamis, incapaz de quitarle los ojos de encima. No sabía cómo había envejecido Lyrina, pero Bissane era muy parecida a ella cuando era joven. Sin embargo, también podía ver algo del marido de su hermana, Ricard, y algo que no reconocía y que suponía que debía ser de parte del padre de Bissane, en la forma de los ojos.
—Mi madre solía contarme cosas sobre ti. —Bissane bajó la mano y se giró, invitándolo a sentarse con ella en el sofá que había dejado hacía tan solo unos instantes atrás—. Tus historias eran las favoritas de mi tío y mi madre cuando eran pequeños, siempre me lo decía.
A Jamis le resultaba extraño. Siempre había sabido que tenía a su familia en Vyarith —o a la familia de Lyrina, en realidad—, pero hasta ese momento habían sido solo una sucesión de nombres y eventos que nunca había llegado a unir con esas personas que se suponía compartían su misma sangre. Jamis sintió una punzada de dolor al pensar en su hermano pequeño, Loran. Habría sido el tío favorito de John y Mireiya, seguro. Puede que se hubiera casado y hubiera tenido sus propios hijos a los que mimar. A Jamis le hubiera gustado verlo.
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Editado: 12.08.2024