Domingo 3 de febrero
Benjamín Tanner contempla la imagen formándose en el líquido de revelado y algo se oprime en su pecho.
Quiere deslizar sus dedos sobre esos rasgos suaves y hacer que sonría, pero sabe que no puede tocarla porque lo arruinaría. La paradoja de su pensamiento lo hace exhalar con frustración.
Luego de colgarla para que se seque junto a las demás fotografías, y de contemplarla unos pocos segundos más, salió del pequeño cuarto de revelado y se sirvió un trago de su botella de Jack Daniel favorita antes de dejarse caer en el solitario sofá de la sala a contemplar las luces de la noche de Seattle con el departamento completamente a oscuras, como es su costumbre antes de ir a dormir.
El primer trago baja por su garganta quemándole el pecho acompañado de cierta desazón que crece en su alma desde hace un tiempo mientras recuerda su vida años atrás, cuando todo estaba lleno de esperanzas.
No. No quiere volver a ese tiempo.
Su mente viaja entonces a aquella tarde, la primera vez que la vio a ella. Aun no decide si fue una especie de aparición, o tal vez solo la burla cruel del destino o quien fuera que estuviese a cargo de su vida. Sonríe con amargura ante la nueva ironía de su pensamiento. Para Ben su vida está fuera de control desde que en un abrir y cerrar de ojos, lo perdiera todo cinco años atrás.
Había pasado un año hundido en la más oscura depresión, y se había decidido por fin a hacerle caso a su madre, aceptando trasladarse a Seattle para trabajar como asistente personal de Kevin MCarty, un antiguo compañero de facultad en la época en que estudió economía y tenía un futuro brillante.
Aunque había estudiado esa carrera hasta graduarse y con un promedio más que respetable, en el fondo sabía que lo suyo no eran los números. pero la eterna afición por la fotografía que aun perduraba a pesar de todo, no iba darle de comer por muy bueno que fuera. Mucho menos cuando dio el paso de casarse con Emily, justo después de que ella le anunciara que esperaban un hijo.
Emily todavía estaba en el primer año de facultad en ese tiempo, y si algo caracterizaba a Ben Tanner era ser responsable. Si, la amaba con pasión, pero había amado más la idea de tener una familia propia, grande y bulliciosa como en la que se crio, y aquella era una oportunidad que no despreciaría aunque no fuera el momento, ya que los dos estaban en medio de sus carreras cuando la pequeña Sarah llegó a sus vidas.
Con lo que no contaban fue con que su hija naciera con esa rara insuficiencia cardíaca. Mucho menos con que su corazón la traicionara antes de cumplir los tres años de edad y se la llevara así, sin que siquiera pudieran darle la posibilidad de crecer lo suficiente como para realizar la compleja cirugía que prometía acabar con el problema. La última, habían prometido los médicos, después de todas las que ya habían realizado antes…
La muerte de su hija trastornó a Emily. Había enloquecido, luchando con su depresión y la propia, hasta que a pocos meses después de perder a Sarah, ella lo abandonó, sentenciándolo también a él.
Era relativamente "normal" eso de que lo abandonara después de todo él había oído durante los años que mantuvieron a su niña en tratamiento. Los terapeutas que acompañaban a las familias con situaciones como la suya habían dicho que cosas cómo esas eran algo bastante habitual. No todas las parejas jóvenes soportaban la presión ante un diagnóstico tan grave como el de Sarah, y se terminaban culpando por lo que sucedía hasta que, o lograban superarlo de alguna manera, o finalmente se divorciaban.
Tal vez eso hubiera sido lo más tolerable para los dos, pero Emily lo había dejado de la peor manera en que alguien podría hacerlo, y en resumidas cuentas, a los veinticinco años, a Ben no le quedaba nada. Ni siquiera motivos para vivir. Solo un maldito titulo en economía que no tenía sentido para él.
Cuando Kevin MCarty se contactó pidiéndole ayuda y ofreciéndole el puesto de hombre de confianza en la empresa familiar de la que tuvo que hacerse cargo luego de la inesperada muerte de su padre, Ben no lo pensó. El ofrecimiento había llegado justo a tiempo antes de que terminara de perder la cabeza después de un año en la más oscura depresión, y le había hecho caso a los consejos de su madre de que intentara comenzar de nuevo. Ya había decidido que tenía que sobrevivir. Se lo debía a su pequeña hija.
En pocas semanas se encontraba instalado en un departamento del centro de Seattle, a pocas cuadras de la oficina, y de la playa donde la había visto a ella…
El parecido con Emily de la silueta a contraluz de esa mujer que venía corriendo hacia él por la playa ese atardecer de verano en el que por fin, luego de varios paseos inútiles se había decidido a sacar su cámara del exilio del fondo del armario y volver a cazar imágenes al azar, lo tumbó como si lo hubiera arrollado un camión.
Luego Max, su labrador de casi seis años de edad, que era casi lo único que había traído de su antigua vida además de la cámara de fotos, y mas que nada porque era un regalo que le habían hecho a su pequeña, y ahora era lo único que le quedaba para probar que esa vida había existido , se abalanzó sobre ella, y en consecuencia la chica lo había insultado, a el y a su estúpido perro cuando corrió tras él para detenerlo.
Ni siquiera recuerda las palabras, o haber pronunciado algo en respuesta en ese momento. Solo su corazón queriéndose salir del pecho, y cada uno de los detalles de ese rostro moreno, y la mirada de fuego en esos ojos castaños, y el tono de esa voz que le había gritado con tanta pasión, y que viéndola de cerca, se había dado cuenta, era todo lo opuesto a la mirada azul pálida enmarcada en una melena rubia de su Emily.
"Un ángel de ojos castaños" pensó en ese momento.
Era domingo, como todos los domingos siguientes en los que patéticamente había ido a la playa solo esperando verla de nuevo, y en los que, por precaución, solo llevaba su cámara con él, postergando para otro momento sus paseos con Max.
Un recaudo ridículo, ya que nunca más se le había acercado de nuevo lo suficiente como para que ella se percatara de su existencia. Tuvieron que pasar varias semanas para que descubriera que ella y Angela Weber, la estirada secretaria personal de Esther Pratz, vicepresidenta de McCarty`s eran la misma persona.
Es que la muchacha que él solía observar por horas a través del lente de su cámara y fotografiar obsesivamente en la playa mientras corría, no se parecía en nada a la altiva ejecutiva de mirada despectiva, tacos de infarto y faldas elegantes -que si supiera algo de moda femenina juraría eran hechas a medida- que soltaba comentarios mordaces sobre todos los que trabajaban en la oficina cuando tenía esas conversaciones tan superficiales con Jessica, una rubia oxigenada que también era asistente personal, y cuando estaban juntas se comportaban como adolescentes: solo hablaban de moda y de chicos como si en ello nada más consistiera la vida.
Ben no se tragaba del todo esa imagen de chica superior que incluso miraba a sus jefes con cierto desprecio. No señor, para él la Ángela real se parecía más esa otra muchacha que veía en la playa cada domingo, una muchacha apasionada, y también atormentada, que últimamente parecía mas bien debatirse entre la rabia y la tristeza. Ya no corría, solo se sentaba por horas con una carpeta entre las piernas, o se la pasaba arrojando piedras a lo lejos con tanta fuerza que a veces temía se dañara su delicado brazo.
Después de poco más de dos años estaba seguro de que la quería.
Había logrado dejar de ser tan cobarde y comenzar a entablar pequeñas conversaciones con ella en los momentos en que coincidían en algunos de sus trabajos de oficina tratando de conocerla un poco más. Con el tiempo ella ya registraba su existencia y le dedicaba pequeñas sonrisas cuando lo descubría mirándola en los pasillos.
Incluso habían salido unas cuantas veces, es decir, no habían sido citas, ni de cerca. A decir verdad, el solo la había acompañado de camino a casa después de encontrarla sola en el bar donde los de la empresa solían juntarse habitualmente.
Habían sido buenos momentos, momentos en los que llegó a pensar que tal vez Angela no era tan indiferente a él como se mostraba, y en los que por algunos instantes llegaba a reconocer a la muchacha que solía observar en la playa.
Tal vez tenía que ver con que en esas ocasiones ni Jessica ni ninguna otra persona del entorno del trabajo estaba alrededor y podían ser ellos mismos. Lo cual hacia que no le molestara en lo absoluto ir en manada al bar después del trabajo si eso significaba la posibilidad de que Jessica se fuera con algún "buen partido" dejándola plantada y el tuviera que ofrecerle el "favor" de acompañarla a casa.
Después de todo estaban en el mismo vecindario y amaba que ella prefiriera caminar.
Tampoco le importaba demasiado seguirla en su juego de chica superficial, y regalarle de vez en cuando alguna cosa de esas caras que a las chicas como ella le gustaban: algún reloj bonito y caro, pases para un día de Spa, entradas. Cosas que alguien en su posición conseguía todo el tiempo como obsequios o promociones de sus contactos empresariales, y no le costaban mucho, nada en realidad, pero ella no tenia por qué saberlo. Le bastaba con verla contenta y que ella lo mirara verdaderamente por unos segundos. Hasta que en el momento más inesperado su mirada nuevamente se apagaba, y la chica superficial volvía a aparecer, y entonces lo apartaba completamente, ignorándolo por semanas.
Semanas en las que solo le quedaba soportar en silencio las flores en su escritorio cuando iba a ver a Esther a la oficina por algún encargo de Kevin, o los chillidos de Jessica en el comedor de empleados cuando Ángela bajaba la voz y susurraba cosas sonrojada, y él sabía que le estaba contando los detalles de su última conquista.
Era en esos momentos cuando pensaba que tal vez la muchacha que creía ver en la playa no existía, y que la ejecutiva altanera de la oficina jamás lo elegiría a él.