La noche vísperas de San Valentín se cerraba en torno a la ciudad con su manto de estrellas, y la luna, una curva plateada en el cielo, parecía cómplice de secretos y susurros. En el interior de su hogar, Camelia yacía en un sueño profundo, agotada por las largas horas dedicadas a su pasión: su trabajo. Pero esa misma pasión la había mantenido alejada de pequeños placeres y descansos necesarios, algo que Ariel, su marido, había notado con creciente preocupación.
Ariel y su cuñada Clavel habían tramado un plan audaz, uno que implicaba devolver a Camelia la magia que el día a día había ido esfumando. Con movimientos cuidadosos y silenciosos, Ariel se deslizó en la habitación donde Camelia dormía plácidamente. Clavel, desde la puerta, le ofreció una sonrisa cómplice y un pulgar hacia arriba en señal de ánimo.
Con una ternura infinita, Ariel deslizó sus brazos bajo el cuerpo de Camelia, levantándola con facilidad. Ella murmuró algo ininteligible en su sueño, pero no despertó. Ariel la miró con un amor que trascendía palabras, y con la ayuda de Clavel, la acomodó en el asiento trasero del coche que los llevaría a su destino secreto: una cabaña escondida entre los susurros de los árboles y el canto de los grillos.
El viaje fue un susurro en la noche, apenas una brisa entre los sueños de Camelia. Al llegar, Ariel llevó a su esposa al interior de la cabaña, donde la acostó con delicadeza sobre la cama preparada con antelación. Clavel había adornado el lugar con detalles que hablaban de amor y cuidado: pétalos de rosa, velas aromáticas y fotografías de momentos felices. Antes de retirarse, Clavel le susurró a Ariel:
—Cuida a mi hermana. Ella necesita esto más de lo que cree.
Ariel asintió con gratitud y se quedó a solas con Camelia, observándola dormir hasta que los primeros destellos del amanecer comenzaron a filtrarse por las ventanas.
Cuando Camelia finalmente abrió los ojos, lo primero que sintió fue la suavidad del algodón bajo ella y el calor reconfortante de una manta. Confundida, parpadeó ante la luz dorada del amanecer que se colaba por la ventana. Se incorporó lentamente, su mente aún enredada en los hilos del sueño
—¿Dónde...? —empezó a decir.
Miraba confundida todo a su alrededor, una taza humeante de chocolate estaba en la mesa. Reconoció la cabaña, aunque no encontró en su memoria ninguna recolección de cómo había venido. Tomó la taza, tiró un colcha sobre sus hombros decidida a encontrar a su esposo. Estaba segura de que esto era obra de Ariel, con la cantidad de trabajo que tenía todavía en la asociación. ¿Cómo pudo ocurrírsele algo como esto?