Llega el frio, se guardan los pantalones cortos y reaparecen los buzos. Mientras ordeno la ropa de mi hijo Bauti, no puedo evitar acordarme de cuánto me gustaba a mí esta época cuando tenía su edad, siete años.
Yo llegaba de la escuela al mediodía e inmediatamente me ponía mi "ropa de jugar", que estaba compuesta generalmente por un jogging emparchado en las rodillas y algún buzo viejo medio desteñido. Ya el cambio de vestuario me relajaba y me predisponía al juego, seguramente por el contraste con la incomodidad del uniforme escolar que había usado toda la mañana.
Terminaba el almuerzo y, después de hacer la tarea del día, me preparaba para salir a jugar con mis amigos del barrio. Uno de los juegos que más disfrutaba por ese entonces era el de los tiros libres con barrera imaginaria. Esa época de mangas largas era ideal para volar como Bonano, Scoponi o Goycochea; sin riegos de rasparte los codos o las rodillas al aterrizar.
Uno de mis amigos, Ignacio, tenía su casa ubicada en el anteúltimo terreno de la cuadra y la esquina era un terreno baldío, por lo que la pared de su casa era un excelente paredón para jugar a cualquier cosa, y nosotros generalmente estábamos con una pelota de fútbol.
Desde que tengo memoria ese fue siempre nuestro campo de deportes, no era tan grande porque su papá no cortaba el pasto en todo el terreno, solo en los primeros metros desde su medianera. Más precisamente lo mantenía corto hasta el camino que habían generado los vecinos de tanto pasar caminando transversalmente por el medio del terreno. Al igual que las hormigas, de tanto pisar por el mismo lugar se había generado un surco en el que no crecía el pasto. Esa suerte de frontera natural con los yuyos silvestres estaba aproximadamente a mitad del terreno, entonces no podíamos jugar un partido cómodamente ahí, pero sí podíamos usarlo, por ejemplo, para practicar tiros libres, uno de nuestros pasatiempos favoritos.
Todavía recuerdo la emoción que sentimos el día que su hermana mayor hizo un aporte fundamental para las instalaciones del predio: con un aerosol naranja nos pintó la silueta de un arco en el paredón! Así se acabaron las discusiones sobre si un disparo había sido gol o se había ido por encima del travesaño. Desde ese día nos profesionalizamos, digamos.
La mecánica del juego era la siguiente, casi siempre empezábamos de a dos jugadores. Uno se ponía en posición de arquero y el otro como ejecutor del tiro libre. La barrera era imaginaria, pero no se podía obviar. No valía un disparo recto al arco, digamos, había que hacer el esfuerzo por colar la pelota por encima de ese obstáculo invisible.
Empezábamos desde una posición cercana y, en caso de convertir el gol, acomodábamos la pelota a mayor distancia para el próximo disparo, incrementando paulatinamente la dificultad.
Una tarde en particular me tocó comenzar a mí como pateador. Acomodé la pelota para el primer disparo, miré fijo el ángulo superior derecho y ejecuté un disparo combado al palo izquierdo que dejó sin chances a Nacho, que estaba de arquero. Gol. Agarré la pelota y la acomodé un par de metros más atrás. Esta vez cambié la estrategia, lo miré fijamente a él para no darle ninguna pista de la dirección del disparo y le pegué con efecto por la derecha. Mi amigo pegó un salto prodigioso, se estiró a más no poder en el aire, pero apenas pudo rozar el balón que igualmente se clavó dentro del rectángulo. La marca de barro que imprimó la pelota en la pared, no dejó lugar a dudas, golazo al ángulo. Ya me estaba emocionando, pocas veces había hecho dos goles seguidos en el primer turno. Además, Ignacio era muy alto y atajaba muy bien.
Fui a buscar nuevamente la pelota y me dispuse a acomodarla unos metros más atrás, esta vez tuve que colocarla por detrás del caminito, ya en medio de unos pastos un poco altos. Aplasté los yuyos con unos pisotones, acomodé el esférico y retrocedí unos pasos para tomar impulso... pero justo cuando estaba decidiendo a qué sector del arco le iba a apuntar, un sonido me distrajo. Eran maullidos. Maullidos agudos, entrecortados pero cercanos.
Lo llamé a Ignacio y entre los dos empezamos a seguir el rastro sonoro. A los pocos metros dimos con una pequeña caja de zapatos con tres gatitos bebes que no paraban de llorar. Eran diminutos, tan chiquititos que casi no abrían los ojos.
Inmediatamente se suspendió el juego y nos pusimos a pensar en cómo cuidarlos, sin siquiera dudarlo, de un segundo para otro, ya los habíamos adoptado; pero en secreto, porque era obvio que nuestros padres no iban a querer que los llevemos a nuestras casas... ¡ambos teníamos perros!
Agarramos la caja, la limpiamos un poco, le pusimos un trapo viejo en la base y conseguimos una pequeña jeringa plástica con la que les dimos leche. Estuvimos toda la tarde pendientes de los gatitos, eran nuestras mascotas secretas. En otoño anochece temprano, así que tipo 19hs acomodamos la caja de zapatos en un huequito que estaba en la base del árbol de la esquina y nos fuimos cada uno para su casa, con la terea de pensar nombres para ponerles al día siguiente.
Como era viernes, al otro día no hubo clases, desayuné rápido en mi casa y me fui corriendo a buscar a Nacho para ir a ver cómo habían amanecido nuestras nuevas mascotas.