Ferox

¿Qué viene ahora?

 

 

 

 

 

 

 

Lu no había sentido su regreso. Tan solo estaba de nuevo ahí, como si desaparecer y aparecer fuera lo más sencillo. Recordó ese horrible dolor, sus propias manos volviéndose transparentes y la luz diluyéndose. Creyó haber muerto. Luego, dejó de sentir.

Nada.

No había nada. Ni sueños ni pesadillas que enturbiaran su descanso.

Nada.

Decidió salir despacio, no sabía si era seguro. Aún le dolían las manos, los brazos y las piernas.

«Amarillo», fue lo primero que llenó sus pensamientos.

Primer paso, todo se constituía por un reflejo cálido, anaranjado, amarillento… Como si unas gafas de papel celofán de ese color hubieran cubierto sus ojos. Estaba en aquel grandioso planeta amarillo.

Segundo paso, con cautela. Apenas pudo terminar el sencillo movimiento cuando sintió sobre su cuerpo el peso de una inquietante presión que contrajo todos sus músculos. Sentía la gravedad como nunca. El suelo tiraba de ella, de sus pies, de sus piernas, de sus manos y de su pelo.

Buscó la luna en el cielo, las aves, las nubes, el sol… No los encontró.

La neblina amarilla invadía el cielo. Una niebla estática, suspendida en la densa atmósfera.

Luz amarilla.

Luz oscura.

¿Se acercaba la noche o se estaba marchando?

Caminó cautelosa, ignorando hacia dónde se dirigía. El silencio era sobrecogedor.

Atravesó una pasarela de tierra amarilla, asediada por una densa selva.

Ion la acompañaba con una mano puesta en la mascarilla y la otra rodeándola por la cintura. La sujetaba con firmeza.

«¿Qué viene ahora?», se preguntó.

El latido de su corazón se convirtió en un eco profundo. Ella y su corazón palpitando, el resto era confuso.

La humedad del ambiente era agobiante y pegajosa.

Aire húmedo y denso.

Los pensamientos se reproducían, fluían como esporas y embotaban su mente.

Amarillo.

Oscuro.

Extraño.

¿Cómo habían llegado allí? ¿Quién era él?

Frente a ellos surgió un majestuoso edificio. Deslumbrante. Acero y diamante. Nueva York, Abu Dhabi…

El Chrysler Building en forma piramidal.

La torre más alta que jamás había visto. Una base triangular y aristas convergentes. La versión alargada de una pirámide de cristal. La punta final parecía atravesar el cielo.

Miró a Ion y volvió a buscar a su alrededor.

Seguía confusa.

Accedieron al lugar.

El peso de la atmósfera desapareció y la mascarilla dejó de ser necesaria. Lu la apartó de su cara y la dejó caer.

Un centenar de personas la rodearon. Caminaron a su lado, ignorando su presencia. El enrevesado complejo de pasillos del «edificio diamante» se abría frente a ellos. En el centro, un hueco, un gigantesco tragaluz que exhibía el cielo.

Se sentía sobrecogida, invadida, perdida.

Buscó a Ion. Ya no estaba a su lado. Intentó recordar en qué momento se había alejado.

Las paredes y el suelo palpitaban ante el contacto de igual forma que lo habían hecho antes las celdas de la nave. Todo emitía energía. Podía sentirla, no solo a su alrededor, también en su cuerpo, bajo sus pies, en sus manos y en el rechinar inconsciente de sus dientes.

Se llevó la mano a la boca para frotarse el labio inferior. Intentaba deshacerse de esa constante sensación de hormigueo. Respiró suavemente. El aire ya no era tan denso. «Sistema de climatización, control gravitacional», conjeturó.

Revisó al grupo de gente. Había una pareja de unos treinta años, una mujer de casi sesenta, un par de hombres morenos y rudos, y una niña pequeña. Vaciló. Ninguno parecía nervioso. Prosiguió. Buscaba alguna mirada perdida, algún rostro desencajado. De pronto reconoció a doña Carmen, que andaba con la mirada fija en el horizonte.

Estaban sometidos a esa extraña droga que también afectaba a Eva, concluyó.

Eva. ¿Dónde estaba?

Aguzó el oído y la vista, y se alzó entre la muchedumbre. Oja encabezaba al grupo. Tres franjas traslúcidas surgían de su frente y se unían tras la nuca. Nuevo atuendo.

Pose altiva.

Lucía una fina capa calada que caía hasta los pies descalzos y que dejaba ver tras ella un cuerpo atlético embutido en un traje a medida de color gris. Una segunda piel. Le pareció un ser odiosamente bello.

Oja los detuvo frente a una puerta. Colocó su mano sobre ella y la entrada se deshizo en un sinfín de retales, hilos de energía que se deslizaron desde la parte superior izquierda hasta la parte inferior derecha.

Entraron.

La seguían.

«Reses hacia el matadero».

Nadie preguntaba o dudaba.

Perturbador.

El silencio seguía inundándolo todo. Solo cientos de pasos, lentos, estremecían el recinto.

La marabunta la arrastró hacia delante.

El pasillo se estrechó.

Hacinados.

Buscó espacio a codazos. Descubrió que Eva caminaba a unos metros en cabeza. Pero el grupo avanzaba y el gigantesco recogido de su amiga se iba desvaneciendo entre hombros, cuellos y cabello. Dejó de verla.

Intentó abrirse paso.

«Ganado. Estúpidas ovejas».

No había espacio. El grupo avanzaba y la arrastraba con él.

Por fin, Oja les ordenó detenerse.

Apretó los labios.

«Si hubiera llamado a la policía…, no estaríamos aquí —divagó—. No, eso no habría tenido sentido. No, no habría servido de nada», se consoló.

Un ejército ataviado con trajes oscuros se presentó ante el grupo.

Todos ellos eran altos, delgados…, extraños. Piel pálida, casi azulada, una dermis gruesa, tosca pero inusualmente lisa. Carecían de cualquier rastro de cabello y tenían grandes ojos oscuros, una diminuta nariz y pequeñas orejas.

Lu reparó en dos, en tan solo dos.

Orejas diminutas, ojos grandes y boca inexpresiva. Todo era igual, exactamente igual. Revisó a uno más.

Nariz. Ojos. Boca. Orejas. Todo era igual, de nuevo igual. Exactamente iguales. Copias idénticas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.