Fiore Ineffabile

Capítulo 1

Lágrimas aún rodaban por mis mejillas mientras abrazaba a mamá. La diferencia es que este abrazo sabía distinto, a despedida.

Y así era.

Estábamos en el aeropuerto internacional de Anderson, Alaska. La ciudad donde vivía con mi madre, en Canadá. Faltaban aproximadamente diez minutos para que mi avión partiera. Destino a Italia, mi ciudad de origen.

Luego de enterarme que mi padre falleció tuve que empacar para viajar cuanto antes para su funeral, que sería mañana temprano. No paraba de darle vueltas al asunto y a mi dolor. Desde que mamá me dio la noticia no había dejado de llorar, pero si de comer. No tenía apetito ni ganas de absolutamente nada.

—¡Ánimos mi niña!, tienes que ser fuerte —mamá me sobó los brazos y me dio un beso en la frente—. Verás que todo va a pasar y el tiempo te ayudará a sanar.

—Lo sé, mamá —sollocé—. Es que es difícil pensar que no lo volveré a ver nunca —mis ojos se cristalizaron por las lágrimas que dejé escapar.

Mamá había sido mi mayor apoyo estas últimas horas, ella tampoco paraba de llorar. Mis padres se divorciaron cuando yo era solo una bebé, pero a pesar de los problemas aún se tenían cariño. Ella trataba de ser fuerte para mí y la admiraba por eso, a pesar de que heredé su fortaleza emocional, en estos momentos me hallaba derrumbada porque amaba a mi padre.

—Es hora de que me vaya —informé a mamá todavía medio llorosa.

—Me duele no poder acompañarte,mi niña —expresó angustiada limpiándome las lágrimas de las mejillas. No podría viajar debido a que si faltaba a al trabajo, se arriesgaría a perderlo.

—Yo entiendo ma, además te llamaré cuando pueda.

—Me preocupa tu seguridad en ese lugar, y sabes el por qué —el miedo hacía presencia en su mirada.

—Mamá, no te preocupes, estaré bien —la calmé—. Sabes que en casa de papá estaré más que segura. Tengo personal que me cuide.

El rostro de mamá se relajó, pero aún se podía observar la preocupación en sus orbes color miel. Y la entendía, su preocupación se debía a que no iría a una casa cualquiera, sino una de las casas más respetadas y elegantes de toda Italia. La casa del jefe de la mafia. La casa de mi padre. Philips Romanov.

Los altavoces del aeropuerto resonaron recordando que ya era momento de abordar. Mamá se apresuró a abrazarme.

—Te voy a extrañar, Juli —le devolví el abrazo.

—Y yo a tí, mamá —sonreí nostálgica.

—Prométeme que te vas a cuidar —exigió separándose—. Prométemelo.

—Lo prometo —le sonreí—. Te amo, ma.

—Yo te amo más, mi niña.

Nos dimos un último abrazo y me apresuré a cargar mis maletas y abordar en el avión. Cuando situé mi asiento, me acomodé para tratar de dormir un poco, aunque sabía perfectamente que no podría pegar un ojo. Me esperaba un viaje largo.

Después de quince horas de viaje, el avión aterrizó en el aeropuerto de la capital de Italia. Ya eran casi las once de la noche. A lo lejos pude observar a Francis —asistente y mano derecha de mi padre desde antes que yo naciera— junto a una camioneta. Él era un tanto alto, delgado y canoso pero firme, y con una barba igual que su cabello. Caminé hacia él, apenas me vio sonrió con nostalgia. Este siempre fue como un tío para mí, lo quería mucho.

—¡Francis! —lo abracé, me lo devolvió con ternura— Me da gusto verte.

—El gusto es mío, Juliette. Haz crecido bastante, ya no puedo engañarte con que si no comes no crecerás —reímos.

Luego volvimos a nuestro semblante decaído. Francis se veía muy afectado. Él apreciaba mucho a papá, sin omitir que llevaban más de veinte años trabajando juntos.

—Permíteme que te ayude con las maletas —asentí y él se apresuró a colocarlas en el maletero—. Debes estar cansada.

—La verdad es que sí. Anoche no pude dormir y en el avión tampoco —confesé.

—Me lo imaginaba. Tienes horas de sueño que conciliar.

—Eso intentaré.

—Nos vamos. ¿Le avisaste a tu madre que ya llegaste? —preguntó.

—Aún no. Luego le aviso.

—Luego se te olvida, Juliette, y ella debe estar preocupada —me regañó—. Avísale ahora.

—Había olvidado lo mandón que eres, Francis —me burlé y me regaló una mirada reprobatoria. Yo sonreí, él siempre me sacaba una sonrisa.

—Ya te lo recordaré, niña —reí por lo bajo y me apresuré a subirme en el asiento del copiloto de la camioneta. Francis iba de conductor. Obedecí y le envié un mensaje a mi madre diciéndole que había llegado y que estaba bien. Ya mañana la llamaría.

Cuando llegamos a casa la nostalgia me invadió al ver que todo estaba igual que la última vez que había estado aquí, hace dos años. La única diferencia era que mi padre ya no estaba. Me tragué las lágrimas. Al oírnos llegar se nos acercó Nancy —nuestra más fiel mucama, y más vieja de ellas— y me estrujó en un abrazo que casi me deja sin aire, casi, pero se lo devolví con mucho cariño.

Nancy era una mujer regordeta, de unos cincuenta y tantos años, al igual que Francis. Su cabello antes rubio, ahora estaba mezclado con unas cuantas canas, culminando en sus hombros. Tenía ojos grandes y los iris verdes, que en estos momentos, como en todos, lucían decaídos. Ella siempre se encargaba de cuidarme cada vez que venía a visitar a mi padre. Ambas nos teníamos gran aprecio y confianza, y me defendía cada que yo me portaba mal o recibía un regaño de mi progenitor.

Francis se apresuró a subir mis maletas a la habitación y nosotras lo seguimos. Posterior a eso él se despidió —no sin antes darme los detalles del funeral— y se marchó. Apenas entré en mi habitación pude percibir el ambiente cálido y familiar, al igual que la casa.

—La habitación está intacta desde la última vez que remodelaste —me informó Nancy—. Cuando me enteré que venías me encargué personalmente de limpiar todo. Espero que sea de tu agrado, cielo.

—Está perfecta, Nana —así le decía de pequeña—. Gracias. Eres un sol.

—Lo que sea por mi niña.

Ambas nos sonreímos y nos abrazamos. Luego de eso me deseó buenas noches y me dejó sola para que descansara. No me molesté en desempacar nada. Puse la alarma en hora y me acosté en la cama con la mirada perdida en el techo, pensando con nostalgia en el funeral de mañana, y que no me sentía lista para despedir al hombre que me dio la vida. Entre tantos pensamientos no me di cuenta cuando me quedé dormida.




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