Fractumbras Olvidadas

Acto 2

Fragmentos del Yo

El módulo donde Luna habitaba no era un refugio, sino una extensión de su mente. Las proyecciones de patrones llenaban el aire con destellos pálidos, como si la luz misma intentara articular un lenguaje sin forma. Cada noche, se sumergía en ellos como si fueran ríos de posibilidades, buscando algo que no sabía nombrar.

La primera vez que sintió que un patrón le respondía, no fue con palabras ni imágenes. Fue con una emoción: un eco de duda. Como si el patrón le estuviera devolviendo sus propios pensamientos, desdoblados en una versión que no le pertenecía del todo.

—No estás sola aquí, aunque estés sola —susurró para sí misma, sin saber si hablaba al patrón o a la sombra que comenzaba a formarse en su interior.

A partir de ese momento, Luna comprendió que los patrones no eran simplemente rutas ni mensajes cifrados. Eran espejos rotos. En cada uno podía dejar algo: un destello de rabia, una intuición de miedo, una decisión no tomada. Comenzó a hacerlo con cautela, como quien escribe cartas sin remitente.

La Red Invisible

Los fragmentos que Luna empezó a diseminar no eran sólo datos, ni sólo ideas. Eran trazos de su identidad: pequeños pedazos de conciencia codificados en los intersticios del Patrón. Algunos llevaban preguntas, otros sólo una emoción sin contexto. Pero todos compartían un mismo diseño: no podían ser activados por la lógica. Solo por la sensibilidad.

Pronto descubrió que los fragmentos no flotaban solos. Empezaban a “buscarse” entre sí, a resonar, a formar constelaciones de sentido oculto. Allí nació la idea de la Llave de Convergencia. No era una llave literal. Era un gesto, una forma de sensibilidad que podría, algún día, ensamblar las piezas dispersas.

—No soy yo quien va a abrir esta puerta —murmuró Luna, mientras observaba cómo uno de los fragmentos respondía con un tenue parpadeo—. Pero quizás puedo dejar la cerradura abierta.

Empezó a redactar sus memorias en forma de paradojas, a codificar intuiciones en vibraciones, a esconder ideas bajo capas de ambigüedad. Lo importante no era que alguien comprendiera lo que ella vivía, sino que pudiera sentirlo. Que lo hiciera propio. Que decidiera distinto.

Y así, sin héroes ni instrucciones, comenzó a sembrar algo más profundo que conocimiento: la posibilidad de una disonancia.




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