Siempre será ella
La conocí a los cinco años.
Jamás olvidaré ese día, está marcado en mi corazón y en mi mente como una herida que nunca cierra. Estaba solo en el jardín de la escuela, tratando de ocultar los moretones en mis brazos. Me dolían. Me dolían los brazos, las piernas, el alma. Mi padrastro había decidido que mi existencia era motivo suficiente para descargar su furia, y yo aprendí demasiado pronto que la vida podía ser cruel incluso con los más pequeños.
Entonces, ella llegó.
No preguntó nada, no intentó sacarme palabras. Solo se sentó a mi lado, con esa sonrisa radiante que se convertiría en mi salvación. Sus rizos castaños bailaban con el viento, su energía llenaba cada rincón a su alrededor. Y en ese momento, sin decir una sola palabra, supe que mi vida nunca sería la misma.
La pequeñita de cabellos castaños se volvió mi mundo, mi luz, mi alma.
Crecimos juntos, compartiendo secretos en susurros, risas en los días felices y silencios en los días tristes. Cuando mi hogar se volvía inhabitable, su voz me traía de vuelta. Cuando la vida me golpeaba demasiado fuerte, su risa me recordaba que aún quedaba algo hermoso en este mundo.
La amé.
La amo con todo lo que mi corazón tiene para ofrecerle. Todo lo que soy, todo lo que tengo, es suyo. Y no importa cuánto tiempo pase, no importa cuánto duela, siempre será de ella.
Pero ella nunca fue mía, siempre fue de él.
—¿Estás bien? —preguntó ella, con esa dulzura que siempre la caracterizó, con esa preocupación genuina que no pedía nada a cambio.
Siempre preocupada por los demás, incluso en su gran día.
La miré fijamente y sentí cómo mis ojos ardían. Estaba hermosa, como siempre. Su vestido blanco resaltaba cada detalle de su belleza, y pensé que no había color en el mundo que no le quedara bien. Todo en ella siempre sería perfecto.
Pero mirar demasiado tiempo era peligroso.
Porque el nudo en mi garganta se apretaba, porque mis manos temblaban y porque, aunque tratara de evitarlo, el dolor se clavaba en lo más profundo de mi pecho. Así que aparté la vista, respiré hondo y traté de recomponerme.
Ese día estaba destinado a ser el más feliz de su vida. Y el más doloroso para mí.
Hoy, el amor de mi vida se casaba con otra persona.
Mi mundo, mi luz, mi razón de ser, estaba parada frente a mí vestida de novia, radiante, emocionada... y no era por mí. Nunca lo sería.
Pero no podía odiarlo.
No podía maldecirlo por quitármela, porque no lo hacía. Ella nunca había sido mía. No podía desearle el mal porque él la hacía feliz, la amaba de la forma en la que yo siempre quise hacerlo. Él la merecía más que yo, porque la hizo brillar, porque la cuidó, porque la conquistó de la manera en la que yo jamás tuve el valor de hacerlo.
—Estoy bien —mentí, con la voz casi quebrada—. Solo estoy feliz por ti.
Y la miré de nuevo.
Quería que mis ojos dijeran lo que mis labios nunca pudieron. Quería que viera cada "te amo" no dicho, cada sueño roto, cada promesa que nunca llegué a hacer.
Ella sonrió y acarició mi mejilla con ternura.
—Gracias —susurró—. También te amo.
Y en ese instante, mi corazón se rompió un poco más.
Porque sabía que sus palabras no significaban lo mismo que para mí. Su "te amo" era dulce, fraternal, inofensivo. No era el tipo de amor que me arrancaba el alma cada día, que me hacía desear un mundo en el que las cosas hubieran sido diferentes.
Una lágrima rodó por mi mejilla, y ella la limpió con la yema de sus dedos, sin darse cuenta de que no solo estaba borrando una lágrima, sino los últimos fragmentos de mi esperanza.
Me forcé a sonreír.
Ella merecía mi felicidad, aunque me destruyera en el proceso.
Así que la vi caminar hacia él. Vi cómo tomaba su mano, cómo sus ojos brillaban por alguien más. Y me quedé ahí, de pie entre los invitados, sintiendo cómo cada pedazo de mí se volvía más transparente, más pequeño, más inexistente.
Pero no importaba.
Porque siempre sería ella.
Siempre.
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Editado: 10.03.2025