Fragmentos

Parte 2: Lo doloroso que es

El dolor en mi pecho me impedía respirar. Era un peso abrumador, insoportable, como si mi propio corazón se hubiera convertido en un puño cerrado que no me permitía tomar aire. Me doblé sobre mí mismo, mi cuerpo tembloroso se acurrucó en el suelo frío en un intento desesperado, patético, de encontrar consuelo, pero no había nada, solo el vacío, solo el eco de mi sufrimiento rebotando en las paredes de esta habitación silenciosa y oscura.

Las lágrimas brotaban de mis ojos sin tregua, calientes, pesadas, implacables, corriendo por mis mejillas como ríos desbordados, cayendo al suelo como el lamento de una tormenta que nunca cesa. Traté de ahogarlas, de contenerlas, de fingir que podía detener este naufragio, pero era inútil. Cada sollozo salía de mi pecho con una fuerza que me desgarraba por dentro, como si cada latido me recordara que ella ya no estaba, que jamás volvería.

Mi cabeza daba vueltas, el aire no entraba en mis pulmones, mis manos se cerraron en puños sobre el suelo, aferrándose a la nada. Mis oídos estaban tapados por el estruendo de mis propias emociones, por la desesperación de mi alma que gritaba en el silencio. No quería seguir así, no podía seguir así. Hoy tenía que ser el último día, me lo había prometido. Hoy dejaría de amarla, hoy la olvidaría.

Pero no podía.

No importaba cuántas veces me lo repitiera, no importaba cuánto intentara sofocar su nombre en mi mente, su risa seguía ahí, su voz seguía resonando en mi pecho, su ausencia seguía devorándome por dentro. Veintiséis años… Veintiséis años amándola. ¿Cómo se entierra un amor así? ¿Cómo se apaga un sentimiento que fue creciendo dentro de mí como raíces profundas, aferrándose a cada parte de mi ser?

No hay respuestas. Nadie me enseñó cómo se olvida. Nadie me dijo qué hacer cuando el amor no muere, cuando se aferra a uno como un fantasma hambriento, como una herida que nunca cierra.

El eco de mis sollozos rompía la oscuridad. Me sentía perdido. Destrozado.

Entonces, una voz.

—Sabía que estarías así.

No reaccioné. No me importaba. Nada me importaba ya. Mi cuerpo temblaba sin control, mis dedos se crisparon contra el suelo de la sala vacía, como si pudiera agarrarme de algo antes de caer más hondo en este abismo.

Una mano se posó suavemente sobre mi espalda. No trajo consuelo. No trajo alivio. Fue más bien una punzada de dolor, un recordatorio cruel de que el mundo seguía girando mientras yo me consumía en mi propia miseria.

—Debes dejarla ir, Chris.

Era Eva, mi hermana. Su voz era baja, cuidadosa, pero en este momento todo sonaba distante, irreal.

Negué con la cabeza, con fuerza, con rabia, con desesperación.

—No puedo, Eva —susurré, y mi voz se quebró en pedazos, rota, deshecha—. No sé cómo hacerlo.

Las palabras salieron de mí con dificultad, como si cada una me arrancara un pedazo del alma.

—¿Cómo me deshago de esto? ¿Cómo puedo dejar de amarla? ¿Cómo hago para que no duela?

Eva no respondió enseguida. Se quedó allí, con su mano sobre mi espalda, respirando lentamente. Tal vez buscando la forma de decirme lo que no quería oír.

Yo lo sabía. Lo sabía desde el momento en que ella se fue.

Pero no estaba listo para aceptarlo.

No estaba listo para dejarla



#5138 en Novela romántica
#1477 en Chick lit
#1929 en Otros
#505 en Relatos cortos

En el texto hay: desamor, amor, odio

Editado: 10.03.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.