Caminé por la carretera oscura bajo la lluvia, con el frío calándome hasta los huesos. Spencer Black, el fabuloso Spencer Black, me había abandonado en medio de la nada.
Todo por atreverme a pedirle una explicación.
Fui a su oficina, lista para exigir respuestas, para entender cómo pudo tirar veinte años de mi vida por la borda por una mujer que apenas conocía. Pero lo que encontré fue mucho peor.
Él, desnudo, sobre su escritorio.
Ella, su secretaria, debajo de él.
Desagradable. Asqueroso. Repulsivo.
No soy una santa, nunca lo fui. Pero me guardé para él, porque era lo correcto, porque eso es lo que debía hacer una futura esposa. ¿Y él? Él podía hacer lo que quisiera.
Su deseo tenía valor.
Su placer tenía justificación.
Su traición no tenía consecuencias.
Pero yo… yo debía quedarme quieta, callada, pura.
A la mierda con eso.
No lo pensé. No lo medité. No lo dudé.
Simplemente me lancé sobre ella y la golpeé.
No fue un golpe limpio ni elegante. Fue brutal, fue desesperado, fue todo el enojo y la humillación convertidos en un solo acto de violencia.
¿Estoy orgullosa de ello? No.
¿Me arrepiento? Tampoco.
Si tuviera la oportunidad, la golpearía otra vez.
Y por supuesto, él la defendió.
Mi prometido, el hombre que había sido criado para casarse conmigo, se puso de su lado.
Siempre fue distante conmigo. Cordial, pero frío. Reservado, pero correcto. Y yo, ingenua, creí que después de casarnos cambiaría, que podríamos ser como esas parejas de la televisión.
Qué equivocada estaba.
No es un hombre. Es basura.
Una basura infiel que, después de la pelea, me arrastró hasta su auto y me llevó a la fuerza.
No dijo nada al principio. Solo conducía con rabia, con la mandíbula apretada, con los nudillos blancos sobre el volante. Hasta que frenó de golpe en mitad de la carretera, en un lugar donde no se veía nada más que árboles y oscuridad.
Me miró con un desprecio que jamás había visto en él.
- Ojalá te mueras - Y me dejó ahí, solo entonces lo vi con claridad.
Siempre fue así.
Siempre fue un monstruo.
Solo que yo nunca quise verlo.
La lluvia seguía cayendo cuando vi un auto acercarse a lo lejos. Mi cuerpo entero se tensó. No sabía qué hacer. No sabía quién podría estar ahí. No sabía nada.
Mis padres me mantuvieron encerrada en una jaula de oro toda mi vida. No me prepararon para el mundo real. No me prepararon para defenderme.
Por instinto, me escondí entre los árboles, observando con cautela.
Las luces del auto iluminaron la carretera y, cuando estuvo lo suficientemente cerca, reconocí el distintivo azul y rojo reflejado en el asfalto mojado.
Una patrulla.
Unos segundos de duda me congelaron en mi lugar. ¿Y si no me creen? ¿Y si me devuelven a mi casa? ¿Y si Spencer ya inventó una historia en la que yo soy la villana?
Pero no tenía opción.
Salí de entre los árboles y corrí hacia la carretera, con las piernas temblando y la respiración entrecortada.
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El golpe de mi padre me hizo girar la cara con brutalidad. Un ardor feroz se extendió por mi mejilla, y las lágrimas nublaron mi vista. No solo por el dolor físico, sino por la humillación, la impotencia.
Los policías, sin opciones, habían llamado a mis padres para que me recogieran. No tenía a nadie más. No tenía teléfono, dinero, ni siquiera mis documentos. Todo había quedado en el auto de Spencer, junto con los restos de mi dignidad.
Sabía lo que pasaría.
Spencer Black no perdería la oportunidad de sellar su victoria. Fue directo a mis padres antes de que yo pudiera decir una palabra. Les contó su versión de los hechos, les dijo que había maltratado a su "nueva prometida", que había sido violenta, que era un peligro.
¿Peligrosa?
¿Por qué? ¿Por defenderme?
¿Por no permitir que me humillara más de lo que ya lo había hecho?
Cuando vi llegar a mis padres, sentí un leve alivio. Duro poco.
Mi padre estaba furioso. Apenas se acercó, me golpeó.
—Nos has humillado. —Su voz retumbó en la oscuridad—. ¿Sabes lo que puede hacer la familia Black contra nosotros por tu infantilismo?
Me quedé paralizada.
Era él quien me estaba golpeando en público. Era él quien nos humillaba.
—No hice nada malo… —Intenté defenderme.
Otro golpe.
Esta vez caí al suelo. Con fuerza.
El dolor fue instantáneo, como una explosión en mi mandíbula. Sentí el sabor metálico de la sangre en mi lengua. Me había partido el labio.
Las lágrimas amenazaban con brotar, pero no podía dejarlas salir. No aquí. No delante de él.
—¡No me respondas! —gritó con una furia ciega—. ¡¿Acaso no ves que estás equivocada?!
Mi madre trató de calmarlo, sujetándolo del brazo, pero no hizo nada más. Nunca hacía nada más.
Apreté los puños contra el suelo.
Necesitaba estabilidad. Necesitaba anclarme a algo antes de quebrarme por completo.
Pero una emoción oscura se enredó en mi pecho, creciendo como un incendio descontrolado.
Odio.
Odiaba a mi padre.
Odiaba a Spencer.
Odiaba a la mujer que había tomado mi lugar.
Odiaba la jaula en la que había nacido.
Pero, sobre todo, me odiaba a mí misma por haber permitido que me destruyeran hasta este punto.
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Editado: 10.03.2025