Fragmentos de Ella

Un rostro que no olvida

> "El pasado no desaparece. Aprende a esconderse en los márgenes de lo cotidiano."

Las puertas giratorias de ValensCorp se abrieron con un leve susurro, como si el edificio reconociera a la heredera que había evitado durante años. Nora Valens cruzó el umbral con paso firme, ignorando los saludos y las miradas furtivas de empleados que no la habían visto nunca, pero la reconocían al instante.
Cabello oscuro recogido en una coleta pulida, traje negro sin una arruga, expresión impenetrable. Era el espejo de su padre, pero sin el carisma.

La última vez que estuvo allí, tenía ocho años y los nudillos cubiertos de moretones. Esta vez, volvía como la CEO.

—Bienvenida, señorita Valens —dijo un hombre en la recepción, haciendo una reverencia contenida—. El consejo directivo la espera en la sala de juntas.

—Que esperen —respondió sin detenerse—. Primero quiero revisar mi oficina. Y necesito entrevistar a la candidata a asistente ejecutiva.

—Por supuesto. Ya ha llegado. La hago subir en cuanto llegue usted al piso sesenta y tres.

Asintió sin mirar. El ascensor la tragó, y en el silencio aséptico de sus paredes espejadas, Nora inspiró profundamente.

Volver dolía más de lo que había imaginado.

Su padre le había prometido que nunca tendría que hacerse cargo de la empresa. Pero la muerte no firma acuerdos. Él se había ido, dejándole un imperio biotecnológico lleno de vacíos y secretos. Y ella había vuelto de Londres sin duelo visible, solo una maleta y una determinación que se notaba en sus hombros tensos.

La oficina no había cambiado. El escritorio de vidrio, las estanterías con premios y diplomas que ella nunca ganaría, la enorme ventana con vista al núcleo de la ciudad.

Era el escenario perfecto para un recuerdo que no quería tener.

—Señorita Valens —anunció una voz por el intercomunicador—. La candidata está aquí.

—Hazla pasar.

Se volvió hacia la ventana. Fingía revisar documentos en su tableta, pero escuchaba. Cada paso. Cada respiración.

—Buenos días —dijo una voz suave, femenina.

Nora giró lentamente.

Y la vio.

Hubo un instante de suspensión. Como si el aire se rehusara a entrar en sus pulmones.

Esa cara.

Cabello rubio claro, mirada curiosa, postura recta, casi nerviosa. La voz... era casi igual. Pero más adulta. Más serena.

—Soy Helena Kruger —dijo—. Un gusto conocerla.

Nora no dijo nada al principio. Su rostro no cambió. Pero por dentro, el mundo se había volcado.

No podía ser.

—Kruger —repitió, sin emoción.

—Sí, señorita.

El silencio se alargó. Nora desvió la vista hacia el informe de selección. “Experiencia en administración, eficiencia comprobada, carta de recomendación excelente”.

Pero su mente no leía eso.

Leía el nombre. Lo repetía en un eco amargo.

La misma niña. La misma sonrisa. Helena.

—Puede sentarse, señorita Kruger —dijo Nora, sin invitarla con una sonrisa.

La silla frente al escritorio era moderna y rígida, como todo en la oficina. Helena tomó asiento con una elegancia contenida, cruzando las piernas despacio, como si tuviera miedo de hacer demasiado ruido.

Nora no le quitaba los ojos de encima.

¿Será ella?
¿Puede ser que no me reconozca?

No. Debe estar fingiendo.

—Revisé su hoja de vida —empezó Nora, con la voz baja, casi cortante—. Es... correcta. Aunque me llama la atención que haya tenido tantos cambios de empleo en tan poco tiempo.

—Sí —respondió Helena con un ligero asentimiento—. Han sido años algo inestables. Pero nunca dejé de trabajar ni de capacitarme. Solo... aún no había encontrado un lugar donde encajara del todo.

Nora levantó una ceja.

—¿Y qué le hace pensar que este es ese lugar?

—No lo sé aún. Pero lo intuyo.

Hubo un silencio que se estiró más de lo debido.

Nora entrecerró los ojos, con una mirada más afilada.

—¿Suele dejarse guiar por corazonadas?

—Solo cuando tengo razones para confiar en ellas —replicó Helena, sin perder la calma.

Nora ladeó ligeramente la cabeza. Estaba esperando un titubeo. Una grieta. Algo.

Pero esa mujer estaba blindada.

Como si... como si no recordara nada.

—¿Tiene buena memoria? —soltó de pronto, como quien lanza un anzuelo en aguas turbias.

Helena parpadeó, un leve gesto que Nora captó de inmediato.

—¿Perdón?

—Su memoria. ¿Es buena? —repitió con voz suave, casi amable, pero con una mirada que podía atravesar concreto.

—Diría que sí. Sobre todo para los detalles... útiles. Me gusta aprender rápido.

¿Útiles? ¿Eso incluye destrozar a alguien en el patio de una escuela con palabras tan crueles que se vuelven tatuajes invisibles?

—¿Y los recuerdos que no son útiles? ¿También los conserva?

Helena frunció el ceño apenas. Un gesto que duró medio segundo. Luego volvió a su expresión neutra.

—No todos. Supongo que hay cosas que... se pierden con el tiempo.

Nora se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre el escritorio.

—¿Y usted ha perdido muchas?

Helena sonrió. No por cordialidad. Más bien como quien enciende una vela en un cuarto helado.

—Quizás más de las que debería.

El corazón de Nora golpeó una vez, seco. Como un tambor de advertencia.

¿Estaba jugando con ella? ¿O hablaba en serio?

—¿Cree en las segundas oportunidades, señorita Kruger?

—Creo en los comienzos sinceros —respondió Helena, sin apartar la mirada—. Las segundas oportunidades implican que uno falló la primera vez. A veces no es tan claro.

Nora sintió que algo dentro de ella se retorcía. Esa forma de hablar. Esa calma. Esa voz.

Era ella. Tenía que ser ella.

Y, sin embargo, no había ni un centímetro de remordimiento en su rostro. Ni una sombra de reconocimiento.

—Curioso —dijo Nora al fin, con un tono frío, casi distante—. Porque usted me resulta... vagamente familiar.




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