Ya ha dado el último adiós. Todos escucharon la oración final. El día no era lluvioso, pero era húmedo, los cuerpos se sentían empapados, el cuerpo. Ya solo queda una mujer. Tiene ambos puños cerrados, siente impotencia, podría haberlo evitado, pero no se atrevió a pronunciarse. No lloraba, el dolor había cruzado la frontera del llanto.
Un solo alma en el camposanto, ningún ruido alrededor. Comienza a sonar un chirrido metálico: la mujer agarraba con fuerza las cadenas de un collar con una estrella que ya no colgaba del cuello de la joven. Se lo regaló cuando tenía doce años, le prometía que se convertiría en una estrella. Alma tenía un tono único y una expresividad increíble. Lo tenía todo para convertirse en una cantante de éxito, menos dinero. Ha cumplido los dieciocho años hace apenas cuatro meses, pero ya no cumplirá su sueño.
Alma está encerrada, rodeada de madera, el ataúd que su madre no eligió. Se vio incapaz de hacerlo, no aceptaba lo ocurrido, no aceptaba la pérdida. El ataúd lo escogió el padre de la joven: era de madera oscura, pulida hasta el brillo, con vetas profundas que parecían surcos de una herida antigua. En la tapa, una pequeña cruz, muy discreta, representando la fe y esperanza de la madre.
Los padres de Alma no tenían buena relación. Se divorciaron cuando ella era solo una niña, tenía nueve años y no entendía bien la situación. Siempre se preguntaba las razones que explicaban la separación de sus padres, pero por otro lado tenía miedo a conocer la realidad. A los doce años le pidió a su padre actuar en un concurso infantil de canto, pero su respuesta fue tajante: ni de broma. Al día siguiente le tocaba dormir en casa de su madre, y le contó la reacción su padre ante la propuesta de la niña. Un calor de impotencia recorrió el cuerpo de su madre, le prometió llevarla a esa actuación.
En el espectáculo, solo su madre estuvo presente. Gabriel —su padre— se negó a ir; se sentía desacreditado por su exmujer y prefería ausentarse antes que ceder terreno. Esa fue la mayor crisis en la relación de aquellos padres que dieron más importancia a sus constantes guerras que a la felicidad de su hija.
Cuando Alma cumplió los dieciocho no sopló ninguna vela, no invitó a ningún amigo a su casa y no recibió ningún obsequio de parte de ningún familiar. Su madre le explicó que estaba pasando por un momento complicado —perdió su trabajo un año antes y cada mes, el alquiler era una amenaza más que una cifra—, lo que se sumó a la tristeza de Alma. Su vida estaba en declive, su sueño cada vez más lejos y los conflictos de sus padres cada vez eran mayores.
Decidió no quedarse de brazos cruzados, buscar una puerta de escape para la vida tan miserable que le había tocado vivir. Su primera opción era clara, cortar el problema de raíz, acabar con su mayor problema, su vida. Sin embargo, se veía incapaz de hacerlo; deseaba acabar y volver a empezar, comenzar una partida nueva, una con una familia estable, sin problemas económicos y en la que alguien le daría prioridad frente a los demás.
Deseaba ser más valiente, tener las agallas para acabar con su vida. Lo que ella no sabía es que en pocas semanas ocurriría un hecho que ella misma consideró su salvación. Lo que le salvó de esa desdicha vida, lo que le dio ese último impulso.