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Otra vez aquel sueño. No era siempre el mismo. Sin embargo, la desesperación, la luz verde, los ojos... Esos elementos se repetían en cada uno de ellos. Eran tan reales... Vivía aquellos sueños desde el alma, con todo el espectro de mis emociones. Al despertar, me embriagaba una extraña sensación de paz. Mi corazón bombeaba lento y lejano, desconocido, como si fuera el de otro y no el mío. Con cada respiración, mi cuerpo se ensanchaba permitiendo un interior más amplio y la piel de mi pecho se tensaba como el cuero de un tambor, tañido desde dentro con cada latido. Tras un sueño de aquellos me sentía flotar, ajena al mundo y al presente. Me desperezaba feliz sin motivo, sonreía incluso, hasta que tocaba con mis pies desnudos el suelo y el mordisco del frío me hacía recordar de pronto quién era.
Ada. Dieciocho años. Rara. Solitaria.
Yo no me habría descrito así. En realidad, por aquel entonces no tenía muy claro cómo describirme. Esos dos adjetivos eran los que solía utilizar Jonás, mi único amigo, cuando intentaba explicarme por qué mi vida social era tan pobre.
Jonás.
Recordé que aquella tarde habíamos quedado y no pude evitar ponerme nerviosa.
Faltaban exactamente dos minutos para las seis de la tarde cuando me asomé con cautela a la ventana. Allí estaba. Parecía un espejismo observado a través de la cortina. Se apoyaba con desenvoltura sobre la farola, ajeno a mi meticuloso escrutinio. Jonás descruzó un brazo y se pasó los dedos por entre los rizos castaños con gracia. Ahuecó el leve tupé que se formaba entre sus sienes con un par de palmadas y se recolocó la cazadora de cuero mientras observaba su reflejo en la furgoneta aparcada tras de sí. Acercó la cara al vidrio y la estudió durante un instante. Desde la ventana de mi habitación solo podía imaginarme qué era lo que examinaba de su exótico rostro, cuáles de las líneas curvas o de sus formas afiladas ojeaba. En el rostro de Jonás, facciones dispares se fundían de forma natural: labios gruesos, nariz prominente y estrecha, ojos redondos de largas pestañas, mentón agudo con un hoyuelo en el extremo. Todos los rasgos se ensamblaban con un gusto tan sublime que podría invertir horas admirándolo en una fotografía.
Jonás volvió en un solo paso a su despreocupada postura contra la farola de forma tan limpia y rápida que pareció que nunca se hubiera movido. Él sabía que era guapo. Era algo obvio. Aun así, le gustaba aparentar indiferencia ante su aspecto físico, como si su atractivo hubiera florecido en contra de su voluntad. Jonás elevó la mirada y saludó hacia mi ventana con un ademán seco.
Me aparté de la cortina como un resorte.
Era febrero, domingo por la tarde y soplaba una fuerte ventisca del norte. El pueblo de Venon era célebre por sus severos inviernos. No llovía demasiado, aunque las corrientes que lo azotaban durante todo el año se agravaban con la bajada de temperaturas.
Venon poseía las playas rocosas más hermosas de los alrededores. Singulares formas y salientes dibujaban el perfil de la costa, esculpido durante siglos por el viento, cincelado por las olas. Pese a sus bellezas, el pueblo era casi un desconocido. El litoral de Venon era como la boca de un dragón dormido. Mientras no se despertara el viento, la ancestral belleza de sus playas de guijarros sobrecogía a cualquiera. Pero la crueldad de su clima había preservado el encanto de Venon.
El pueblo no tenía edificios altos ni apartamentos. Apenas un centenar de familias habitaban su superficie en casas unifamiliares de grandes parcelas. El terreno sobraba en Venon y era asequible. La aldea contaba con los servicios esenciales. Para caprichos algo más específicos, los habitantes debíamos desplazarnos hasta Tolca, la población cercana más grande.
En Venon tan solo había una cafetería. Ni siquiera tenía nombre. Sobre la puerta colgaba un letrero luminoso de color blanco con una taza humeante dibujada en el extremo derecho y la palabra «Cafetería» impresa en letra de palo. Debido al clima y a la falta de oferta del pueblo, aquella tarde el local se había convertido en una extensión del instituto. La mayoría de mis compañeros reían, gritaban apiñados en las pequeñas mesas, en la barra, apoyados en las paredes, como simios encaramados a la copa de un árbol. Jonás y yo cruzamos el umbral y nos adentramos en el caos. «Al menos estoy con él», pensé.
―Parece que nos han quitado la mesa ―me dijo Jonás mientras me agarraba una mano y me llevaba serpenteando por entre el apretujado mobiliario.
Nuestra mesa, o más bien la mesa de Jonás y de quien quiera que lo acompañara, era la que se situaba justo en el centro de la cafetería. Redonda, con capacidad para seis personas y a una distancia similar tanto de la barra como de la entrada y de los servicios, constituía el sol de aquella galaxia. Rosi, la camarera de las tardes, solía reservársela a Jonás a menos que el aforo estuviera completo. Aquella tarde era una de esas.
Rosi pasó a nuestro lado, sosteniendo una bandeja de vasos vacíos, y señaló con la cabeza hacia una pequeña mesa libre al final del establecimiento. Jonás se inclinó hacia ella, como un caballero ante su princesa, y le susurró algo al oído. Rosi, del mismo color que su nombre, huyó entre risas antes de tirar la bandeja al suelo, y Jonás, muy sonriente y con la mirada perdida, me estrujó tanto la mano que no pude reprimir un quejido. Me pidió perdón, lívido, sumamente preocupado. Hasta que no se aseguró de que no me había hecho daño, no proseguimos la marcha hasta la mesa del fondo.
A veces tenía esas salidas extrañas. Sus emociones viajaban en una montaña rusa: de pronto, estoico y sereno, se tornaba atractivo; si viraba a asustado, cambiaba a tierno. Su humor mutaba como un camaleón daltónico, pero no me importaba mientras estuviera conmigo.
Alcanzamos la mesa antes de que me diera cuenta. Jonás se quitó la cazadora en menos de un segundo y con la agilidad de un gimnasta. La prenda dibujó una filigrana en el aire y aterrizó a plomo sobre el respaldo de la silla de forma tan precisa que cualquiera habría pensado que lo tenía ensayado. La capacidad física de Jonás se situaba en el extremo opuesto de la torpeza, sobre todo en aquellas ocasiones en las que se encontraba rodeado de un público en su mayoría femenino.