Fuego Bajo La Corona De Cristal

Capítulo 1: La Llama del Hogar

Brasaalba era un lugar donde el tiempo se había detenido. El invierno nunca cedía, y cada día transcurría como una réplica gastada del anterior. Las montañas cercaban al pueblo, grandes y perpetuas, como guardianes indiferentes que no ofrecían protección ni escape. Las calles eran estrechas y siempre cubiertas de una capa de nieve dura, casi pétrea, que hacía crujir las botas de los aldeanos al caminar. En el centro de este pequeño mundo, había un fuego que nunca se apagaba: el horno comunal.

Lyria, con apenas diecisiete años, era la guardiana de esas llamas. Era un trabajo humilde, pero vital. Cada mañana, mucho antes de que los demás despertaran, se ponía un chal de lana gruesa y caminaba hasta el horno con un cubo de leña bajo el brazo. Encenderlo era una tarea delicada; el frío se colaba en cada rendija y parecía empeñado en sofocar cualquier intento de calor. Sin embargo, Lyria tenía algo especial. Sus manos, finas y hábiles, parecían comunicarse con el fuego. Con un pequeño susurro, el chisporroteo de la madera se convertía en una llamarada que iluminaba las paredes ennegrecidas del horno.

—Eres la hija del hogar —solía decir Gerrold, el anciano del pueblo que la observaba desde la esquina del mercado mientras tallaba figuras de madera con dedos torpes. Era un título cariñoso, aunque para Lyria se sentía más como una cadena. En Brasaalba, todos tenían un papel, y el suyo estaba anclado al calor del horno. Día tras día, se repetía lo mismo: encender las llamas, repartir el pan, asegurarse de que la gente tuviera algo caliente con lo que enfrentar el frío interminable.
Sin embargo, Lyria soñaba con algo más.

La primera vez que sintió el llamado de las montañas, tenía doce años. Había subido a la colina más alta del pueblo con su amiga Rina, y desde allí, las cumbres nevadas parecían tocar el cielo.

—¿Crees que hay algo más allá? — preguntó Lyria, con los ojos fijos en el horizonte.

Rina solo se rió.

—Más nieve, probablemente.

Ese recuerdo seguía persiguiéndola, especialmente durante las noches en que el horno ardía más fuerte y su mente divagaba entre historias y sueños. Esa noche, como tantas otras, Lyria estaba sentada en un banco frente al horno, observando las llamas bailar. Podía escuchar las risas de los niños afuera y el murmullo constante de los ancianos reunidos en la taberna cercana.
—¿Te quedaste dormida otra vez? —La voz de Mira, su madre, la sacó de sus pensamientos. Mirna era una mujer robusta, con las manos endurecidas por el trabajo y un carácter tan firme como el hielo que cubría el pueblo.

—Mañana hay mucho que hacer. La tormenta se acerca, y la gente necesitará más pan.

—Lo sé —respondió Lyria, pero su tono dejaba claro que no estaba escuchando del todo. Su mirada seguía fija en las llamas, como si estas le hablaran en un idioma que solo ella podía entender.
Más tarde, mientras caminaba hacia la taberna para recoger agua caliente, escuchó a los ancianos hablando en voz baja. Las historias sobre las Antorchas Eternas siempre aparecían en invierno, como si fueran un antídoto para el frío.

—Dicen que las Antorchas podían encender un fuego que nunca se apagaba —dijo Gerrold, con un brillo extraño en los ojos—. Eran los guardianes del calor, los protectores del mundo. Pero cuando llegaron las Sombras Heladas...

—¡Bah! Historias para asustar a los niños —interrumpió Darren, el herrero. Era un hombre tosco, con los brazos llenos de cicatrices y un temperamento igual de marcado—. Si esos guardianes existieron, no hicieron un buen trabajo. Mira dónde estamos.

—Cállate, Darren —replicó Gerrold con una seriedad que hizo callar al herrero—. Solo porque no los entiendas no significa que no fueran reales.

Lyria se quedó escuchando desde la puerta, sintiendo cómo cada palabra encendía algo dentro de ella. ¿Y si las Antorchas eran más que una leyenda? ¿Y si el fuego que ardía dentro de ella tenía algo que ver con esas historias? Sacudió la cabeza. Era absurdo. Sin embargo, la inquietud no la abandonó.
Cuando regresó a casa, la tormenta ya estaba comenzando. El viento azotaba las ventanas, y el sonido del hielo chocando contra la madera hacía que la pequeña cabaña crujiera. Lyria se sentó junto a la chimenea, abrazando una taza de té caliente.

—¿Crees que las Antorchas realmente existieron? —le preguntó a su madre.

Mirna se detuvo en seco, sorprendida por la pregunta.

—¿Por qué hablas de eso ahora? —respondió con cautela.

—No sé. Solo... siento que hay algo en esas historias.

Mirna suspiró y se sentó frente a ella.

— Las historias son útiles, Lyria. Nos recuerdan lo que hemos perdido, pero también nos enseñan a no esperar salvadores. Si las Antorchas existieron, ya no están aquí. Lo único que tenemos es el trabajo duro y el fuego que mantenemos encendido cada día.

Lyria asintió, pero algo en su interior no estaba satisfecho con esa respuesta.

Esa noche, tuvo un sueño. Estaba de pie frente a un fuego inmenso, tan grande que parecía devorar el cielo. Una figura emergió de las llamas: una mujer alta, envuelta en una capa de luz ardiente, con ojos que brillaban como brasas.

—Lyria —susurró la figura, con una voz que resonaba como el crepitar de la madera al quemarse—. Recuerda quién eres.

Al despertar, Lyria tenía las manos calientes, como si hubiera estado sosteniendo el fuego en sus sueños. Se sentó en la cama, temblando, pero no de frío. Algo estaba cambiando.

Algo dentro de ella había comenzado a arder.

El amanecer en Brasaalba llegó lento, cubierto por un manto de nubes grises que parecían pesar sobre el pueblo. Afuera, el viento seguía soplando con fuerza, llevando consigo pequeños remolinos de nieve que danzaban entre las calles. Lyria se levantó temprano como siempre, pero esta vez algo dentro de ella estaba diferente. Sentía una energía que no podía explicar, como si el calor del sueño que había tenido aún ardiera en su pecho.




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