El viajero fue llevado rápidamente a la Casa del Refugio, un edificio austero al borde del pueblo donde los curanderos atendían a quienes caían víctimas del frío y la fatiga. Las ventanas de la Casa del Refugio estaban cubiertas de escarcha, pero el interior era cálido y acogedor gracias al gran hogar central que ardía sin cesar. Lyria miró desde la puerta mientras los curanderos, encabezados por la severa y eficiente Saela, trabajaban para revivir al hombre.
—Volved a vuestras tareas —ordenó Saela, apenas levantando la vista mientras colocaba compresas calientes en el pecho del viajero. Su tono no admitía réplica, pero Lyria vaciló, sintiendo un impulso inexplicable de quedarse.
—¡Fuera! —repitió Saela, esta vez más firme.
Resignada, Lyria regresó a la plaza, donde el rumor sobre el extraño visitante ya se había extendido. Los aldeanos se aglomeraban en pequeños grupos, murmurando entre sí con rostros preocupados. Sin embargo, Lyria evitó el bullicio y, siguiendo un impulso, entró en la taberna, donde esperaba encontrar respuestas.
El ambiente dentro era cálido y familiar. Los ancianos del pueblo ocupaban su rincón habitual, rodeados de humo de pipa y el aroma del licor caliente. Gerrold, con su característica barba blanca y su mirada astuta, estaba tallando una pequeña figura de madera. A su alrededor, otros ancianos escuchaban en silencio. Lyria se acercó tímidamente, sosteniendo la piedra oscura que había tomado del viajero, oculta en su bolsillo.
—¿Por qué estás aquí, niña? —preguntó Darren, quien también estaba presente, aunque mantenía su distancia habitual. Había un tono de desdén en su voz.
Gerrold levantó la vista y sonrió levemente.
—Déjala, Darren. Si ha venido, es porque necesita escuchar algo.
Lyria se sentó en el banco más cercano, sintiendo cómo todas las miradas se posaban en ella. Había algo en el fuego del horno, en la piedra que llevaba consigo, que le decía que las historias de los ancianos tenían más verdad de lo que admitían.
—Dime algo, Gerrold —dijo con una voz que apenas contenía su nerviosismo—. Las Antorchas Eternas... ¿De dónde vienen realmente?
La sonrisa del anciano se desvaneció, y el resto de los presentes intercambiaron miradas incómodas.
—Es un tema peligroso, niña —respondió Gerrold con un susurro.
—Lo sé, pero... siento que debo saberlo.
Gerrold suspiró, dejando a un lado la figura de madera. Por un momento, el crepitar de la chimenea fue el único sonido en la taberna. Finalmente, el anciano comenzó a hablar.
—Las Antorchas Eternas nacieron del fuego de los dragones, criaturas antiguas que, se dice, dieron su calor al mundo cuando aún estaba cubierto de hielo eterno. Aquellas llamas no eran solo calor; eran vida, poder, algo más allá de la comprensión humana.
Lyria escuchaba con los ojos abiertos como platos, cada palabra encendiendo una chispa de curiosidad en su mente.
—¿Y cómo llegaron a nosotros? —preguntó.
—Los dragones, sabiendo que no podían permanecer para siempre, entregaron parte de su fuego a los humanos más valientes y dignos. Esos humanos se convirtieron en los Guardianes de las Antorchas. Con ellas, protegieron al mundo del frío, de las Sombras Heladas... pero también de ellos mismos.
Lyria frunció el ceño.
—¿De ellos mismos?
Gerrold asintió lentamente, su mirada fija en las llamas de la chimenea.
—El fuego es poder, niña. Y el poder corrompe. Algunos Guardianes, en su afán de proteger, buscaron más poder, más fuego. Pero las Antorchas no toleran la ambición desmedida. Sus llamas pueden consumir tanto a las Sombras como a los corazones de quienes las portan.
Las palabras de Gerrold se clavaron en el corazón de Lyria. Era un recordatorio de que el fuego, aunque dador de vida, también podía destruir.
—¿Qué pasó con ellos? —preguntó, aunque temía la respuesta.
—La mayoría desapareció cuando las Sombras Heladas fueron derrotadas por última vez. Algunos sucumbieron a su propia ambición. Otros, dicen, escondieron las Antorchas en lugares lejanos para evitar que su poder cayera en las manos equivocadas.
Un silencio pesado llenó la taberna, pero Lyria no podía sacudirse la sensación de que estas historias eran más que simples leyendas.
—¿Por qué me cuentas esto ahora? —preguntó, mirando directamente a Gerrold.
El anciano sostuvo su mirada por un momento antes de responder.
—Porque tú tienes una chispa en ti, Lyria. Lo he visto. Otros también lo han visto, aunque no lo quieran admitir. Pero ten cuidado. Esa chispa puede ser tanto un don como una maldición.
El silencio volvió a caer, y Lyria se levantó, sintiendo el peso de sus palabras. Cuando salió de la taberna, el aire frío la golpeó, pero no logró apagar el calor que sentía en su pecho.
Mientras caminaba de regreso hacia la Casa del Refugio, recordó las últimas palabras de Gerrold: “Esa chispa puede ser tanto un don como una maldición”. Lyria no sabía si debía sentirse asustada o esperanzada.
Al llegar a la Casa del Refugio, Saela salió para hablar con ella.