La mañana en Brasaalba comenzó con un frío aún más intenso que el habitual, como si el aire estuviera cargado de presagios oscuros. Lyria, después de su extraño encuentro con Gerrold y las historias de las Antorchas, no había dormido bien. La piedra que había tomado del viajero seguía en su bolsillo, cálida y vibrante, como si tuviera vida propia.
Mientras repartía el pan recién horneado a los aldeanos, el habitual murmullo de conversaciones en la plaza se transformó en un silencio inquietante. Lyria levantó la vista y vio cómo las primeras figuras aparecían en el horizonte, avanzando pesadamente por la nieve.
Eran hombres grandes, envueltos en pieles gruesas, con rostros endurecidos por el frío y los ojos afilados como cuchillas. Llevaban espadas oxidadas y hachas pesadas, y caminaban con una seguridad que sólo quienes están acostumbrados a tomar lo que quieren pueden tener. A la cabeza iba un hombre aún más imponente. Su cabello oscuro estaba cubierto de escarcha, y una cicatriz profunda cruzaba su mejilla izquierda. En su hombro descansaba una enorme hacha que parecía tan helada como el viento que los rodeaba.
—Soy el capitán Akeron —anunció con una voz grave que resonó en toda la plaza—. Y hemos venido por lo que nos pertenece.
Los aldeanos, atemorizados, retrocedieron instintivamente, algunos llevándose las manos al pecho como si quisieran proteger sus posesiones. Darren, el herrero, fue el primero en adelantarse, con el martillo en la mano.
—No hay nada para ti aquí, forastero —gruñó Darren, con un tono desafiante—. Vete antes de que te hagamos arrepentirte.
Akeron soltó una carcajada profunda y sin alegría, mirando a Darren como si fuera un insecto.
—¿Arrepentirme? —repitió con burla—. ¿Acaso crees que un martillo podrá detenernos?
Con un movimiento rápido, Akeron golpeó a Darren con el mango de su hacha, haciéndolo caer al suelo. Los demás aldeanos retrocedieron aún más, llenos de miedo.
Lyria, observando desde la entrada del horno comunal, sintió una mezcla de terror e impotencia. Su corazón latía con fuerza, y el calor que llevaba días sintiendo en su pecho parecía intensificarse, como si respondiera a la tensión del momento.
Akeron miró alrededor, evaluando el pueblo.
—Tomaremos todo lo que tengáis —anunció—. Comida, leña, pieles... y si alguien se atreve a resistir, su sangre se mezclará con la nieve.
El caos estalló. Los hombres de Akeron comenzaron a irrumpir en las casas, rompiendo puertas y arrasando con lo que encontraban. Las mujeres y los niños corrían a esconderse, mientras los hombres intentaban, en vano, detenerlos.
Lyria sintió que alguien tiraba de su brazo. Era Rina, con el rostro pálido por el miedo.
—¡Ven! —susurró su amiga—. Debemos escondernos.
Sin protestar, Lyria siguió a Rina al horno comunal. Se refugiaron detrás de los sacos de harina y las pilas de leña, con el corazón en un puño mientras escuchaban los gritos y el estruendo de la destrucción afuera.
—¿Qué vamos a hacer? —murmuró Rina, con lágrimas en los ojos.
Lyria no respondió. No sabía qué decir. Pero mientras sus manos temblaban, sintió nuevamente ese calor en su pecho, más fuerte que nunca. Era como si algo dentro de ella estuviera tratando de salir, de liberarse.
Los pasos de los saqueadores resonaron cerca. Dos de ellos entraron al horno, riendo mientras inspeccionaban el lugar.
—Mira esto —dijo uno, señalando las pilas de pan y leña—. Esto nos servirá.
—Prendamos fuego al lugar —sugirió el otro—. Si no podemos llevarlo todo, al menos que no quede nada para ellos.
Las palabras hicieron que el miedo de Lyria se convirtiera en puro pánico. Se tensó, apretando los puños con fuerza. El calor en su pecho se volvió abrasador, y antes de que pudiera detenerse, un grito escapó de su garganta.
—¡No!
El sonido de su voz resonó en todo el horno, pero lo que ocurrió después fue aún más sorprendente. De sus manos surgió una llamarada brillante, una explosión de fuego que iluminó el oscuro interior del horno comunal. Los dos saqueadores gritaron, retrocediendo con los ojos llenos de terror.
—¡¿Qué demonios es eso?! —gritó uno, tropezando con la puerta mientras intentaba huir.
Akeron, que estaba afuera, vio el destello de fuego y entró al horno con paso decidido. Cuando sus ojos se posaron en Lyria, aún rodeada por el resplandor de las llamas, su expresión cambió. No parecía asustado, sino... intrigado.
—Vaya, vaya —dijo con una sonrisa torcida—. Parece que este pueblo guarda más secretos de los que esperaba.
Lyria respiraba con dificultad, mirando sus propias manos con incredulidad. Las llamas habían desaparecido, pero el calor seguía presente, como una corriente constante dentro de ella. Rina, a su lado, estaba paralizada, incapaz de comprender lo que acababa de suceder.
Akeron dio un paso adelante, pero no hizo ningún movimiento agresivo.
—Hay algo especial en ti, niña —dijo, señalándola con el mango de su hacha—. Algo que me interesa. Pero este no es el momento de resolverlo.
Con un gesto, ordenó a sus hombres que se retiraran.
—Volveré —prometió, su voz llena de una mezcla de amenaza y curiosidad—. Y cuando lo haga, espero que estés lista para mostrarme lo que realmente eres.