Fuego en el corazón

Introducción

Atlántico norte.

Noviembre de 1722, año de Nuestro Señor.

La ruta a las indias occidentales era una de las más peligrosas de la época, sobre todo para un galeón cargado de algodón, café, tabaco o azúcar. Sin importar el rey al que sirvieran, todos tenían un depredador. Los barcos más buscados por estos eran los que transportaban esclavos, pues eran los que dejaban mejor botín.

Ese día de enero el sol apenas despuntaba cuando la batalla inició. Dos galeones: uno español y el otro inglés. El español pertenecía a uno de los piratas más sanguinarios de los que se tenía conocimiento hasta el sol de ese día, mientras que el otro era de un noble inglés que tuvo la desdicha de cruzarse en la travesía del español.

Sin embargo, cuando parecía que todo estaba perdido y que los ingleses serían violentados de la manera más vil, un tercer galeón apareció por la retaguardia y lanzó un cañonazo al barco pirata.

Los ingleses observaron cómo un segundo disparo casi derribaba uno de los postes del galeón español, lo que provocó que, tras unos intercambios más, este maniobrara para retirarse. No obstante, pronto vieron que no estaban en mejor situación que antes. El tercer navío también era pirata y, según lo visto, más fiero que el anterior.

En cuestión de minutos se vieron aparejados junto a la tercera embarcación. Parte de la tripulación pirata —espadas en mano—, abordó el galeón inglés, sin embargo, no realizaron ningún amago de someterlos; se limitaron a pasearse entre ellos, observándolos a la distancia igual que un águila a su presa; hasta que un último hombre saltó a cubierta. El golpe seco de sus botas al chocar contra la madera sobresaltó a más de uno, no obstante, fue la dureza de sus rasgos la que los hizo temblar.

No era el primer ataque pirata que sufrían, estos eran moneda corriente en las aguas del atlántico, mas sí era la primera vez que se enfrentaban a la leyenda. Porque esa máscara que cubría la cuarta parte del rostro del pirata no dejaba lugar a dudas sobre su identidad.

Su último pensamiento coherente —antes de rezar todas las plegarías que conocían—, fue que estaban frente al capitán del Gehena.




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