Fuego en el corazón

Capítulo 2

 

Nunca antes deseó tanto que las festividades por las pascuas nunca llegaran, pero como a ella los deseos nunca se le cumplían, estas llegaron tan rápido que apenas le dio tiempo de asimilarlo. Aunque los preparativos y oficios la mantenían ocupada todas las horas del día, su mente divagaba a lo que sucedería una semana después de terminadas las celebraciones.

A veces imaginaba que en el último momento él soltaría la mano de su hermana, correría hacia ella y le diría lo ciego que estuvo, que en realidad a quien amaba era a ella. Entonces le sonreiría, le diría que también lo amaba y que el pasado no importaba. Él la tomaría de la mano y huirían lejos, a vivir su gran amor.

Eran esos instantes de efímera felicidad absoluta los que poco a poco estaban robándole la vida. Esos espejismos que su mente se empeñaba en reproducir cada vez que cerraba los ojos, la elevaban por los aires entre nubes de algodón y arcoíris de vibrantes colores, calentándole el corazón e hinchándolo de una almibarada felicidad.

Sensaciones que duraban hasta que alguien la llamaba o las campanadas para los maitines retumbaban en toda la isla, entonces parpadeaba y tomaba conciencia del tiempo y espacio, recordándose que lo vivido eran solo ilusiones de un pobre corazón que se resistía a aceptar su pérdida. Entonces caía en picada, alejándose de los colores del arcoíris, sumiéndose en una existencia llena de sombras que día con día iba engulléndola, envolviéndola en la más absoluta oscuridad.

De aquella muchacha de sonrisa fácil y mirada vivaz apenas quedaba nada. Las tardes de lectura junto a los niños dejaron de ser una actividad a disfrutar para convertirse en una mera tarea que debía cumplir para no desilusionar a los pequeños. Lucía demacrada, sus pómulos sobresalían de sus enjutas mejillas y la ropa le estaba holgada debido a la pérdida de peso, producto de los trabajos que se empeñaba en realizar cada día y de su escaso apetito. Comía apenas lo suficiente para mantenerse en pie y poder realizar las tareas que le fueron asignadas, además de las que se buscaba en su afán de mantenerse ocupada.

Conforme los días pasaban, sus esperanzas de que la boda no se realizara fueron apagándose. Los preparativos iban viento en popa, a esas alturas la posibilidad de una cancelación era nula.

Y más le valía tenerlo muy presente.

Tres días antes de la boda, una misteriosa tensión envolvió el ambiente dentro de los muros del antiguo monasterio. La comunidad de religiosas comenzó a actuar un tanto extraño, hablaban en susurros y comenzaron a preparar más comida de lo normal. Cocinar para más personas no sería nada extraordinario si hubiera más gente que la comiera, pero la cantidad de huérfanos y refugiados seguía igual. Ni un uno más, ni uno menos. O por lo menos ella no estaba enterada. Aun así, toda la comida se acababa. Incluso le daba la impresión de que se quedaban cortos.

La noche antes de la boda tuvo la intención de preguntarle a sor María, no creía que fueran figuraciones suyas el ambiente que se respiraba. Fue hasta la oficina de la religiosa para hablarle de sus dudas, sin embargo, la puerta estaba cerrada. Frunció el ceño. Nunca, en las semanas que llevaba ahí, vio cerrada esa puerta; y acudió en distintos horarios. Sor María siempre la mantenía abierta para quien quisiera hablar con ella, ya fuera para pedirle un consejo o para tratar temas del funcionamiento del lugar.

La tentación de pegar el oído a la puerta y escuchar lo que sucedía dentro fue tan grande que se sobresaltó cuando unas fuertes pisadas irrumpieron en medio del pasillo. El corazón le pegó un brinco en el pecho, nerviosa miró para todos lados en busca de un lugar donde esconderse, sin embargo, al no encontrarlo, corrió en sentido contrario a las pisadas. Cuando sintió que estaba a una distancia prudente, dejó de correr, no quería que quien quiera que fuese viera su huida y la acusara con la rectora. Aun así, no resistió la curiosidad y miró hacia atrás a tiempo de ver brillar la punta de una espada. Frenó de golpe, balanceándose hacia adelante y atrás por el mal paso.

¡Un hombre armado acababa de entrar a la oficina de sor María!

El aire se le atoró en la garganta y se llevó una mano al pecho.

¿Y si la hermana estaba en peligro?

El pensamiento la hizo jadear. Debía hacer algo, no podía irse y dejar a la religiosa a la venia del Señor. Se quedó un instante ahí de pie, sin saber qué hacer, solo unos segundos porque casi sin darse cuenta, ya estaba de vuelta frente a la hoja de madera que resguardaba lo que ocurría en el interior de la oficina. No se escuchaba ruido, cosa que la tranquilizó un poco porque… eso quería decir que no estaban lastimándola, ¿verdad?

Imágenes de la monja tirada en el suelo con el hábito húmedo, tiñéndose de carmesí, acudieron a su mente, horrorizándola. Miró sus manos desnudas deseando tener por lo menos el rodillo con que estiraban la masa del pan. Estaba segura que un buen golpe con ese trozo de madera podía vencer hasta la cabeza más dura.

Temblorosa y muerta de miedo golpeó la puerta un par de veces; al instante, la voz amortiguada de sor María —pidiendo un momento—, la llenó de alivio. Gracias al Señor no iba a tener que bregar con ningún asesino. Segundos después, la puerta se abrió algunas pulgadas y el rostro de la mujer apareció frente a ella.

—¿Sucede algo, Isobel? —preguntó la religiosa, un tanto recelosa. No era normal que la muchacha estuviera a esas horas por ahí.




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