Fuego en el corazón

Capítulo 4

El viaje de bodas de los duques de Grafton fue suspendido. Su excelencia, lady Grafton, estuvo indispuesta por varios días y lord Grafton decidió postergarlo hasta que su flamante esposa estuviera en condiciones de hacer un viaje tan largo.

Lo que el duque no sabía era que lady Grafton no tenía absolutamente nada. Todos sus malestares no eran más que una excusa para permanecer en la propiedad, pues tenía la firme intención de huir con Aidan en cuanto se presentara la primera oportunidad. Sin embargo, para su total desilusión, el susodicho no volvió a aparecer después de la boda, efectuada casi una semana atrás.

Al principio creyó que estaba siendo cauteloso, quizá buscando la manera más segura de llegar a ella, pero fue su hermana la que le informó que él no volvería. Al escucharla hablar sobre la promesa que le hizo, experimentó un dolor mayor que cuando se enteró de su supuesta muerte. No podía creer que hubiese renunciado a ella así, sin más. Ellos se amaban, le dio licencias sobre su cuerpo que no le había dado a nadie más, incluso estuvo a punto de perder su virtud con él la última vez que se vieron en Londres.

No. Él no podía abandonarla, así como así, desechándola igual que a una mula vieja. Mucho menos ahora que irrumpió en su vida cuando ya se había hecho a la idea de que sería con el duque con quien experimentaría la culminación de todos los preámbulos que vivió con él. Señor, ¿qué iba a hacer cuando ya no pudiera apelar a su supuesta debilidad y August le exigiera sus deberes conyugales? Tembló de solo pensarlo, no se sentía capaz de cumplirle como esposa.

—Querida. —El duque entró a la habitación sin llamar y el temblor de su cuerpo aumentó.

Agradeció en sus adentros que fuera de día, pues este no reclamaría sus derechos mientras el sol alumbrara en el cielo. O eso esperaba.

Lord Grafton se acercó a la cama donde su esposa llevaba guardando reposo toda la semana. El rostro del duque mostraba auténtica preocupación por la salud de su duquesa. Le aterraba que de un momento a otro aparecieran las fiebres, terrible enfermedad que podía tomar a cualquiera para entregarlo al Creador.

—¿Cómo te sientes? —preguntó tomándola de la mano.

—Mucho mejor —respondió ella, sonriente.

Necesitaba aparentar mejoría o no le permitirían levantarse de esa cama. No podía seguir encerrada entre cuatro paredes, no podía continuar así, necesitaba salir, buscar a Aidan. Alguna manera debía encontrar para hacerlo.

—He estado muy preocupado por ti. Todos lo han estado —comentó el duque—. Lady Emily ha rezado todos los días por tu pronta recuperación —agregó.

—Llámala, quiero verla —pidió sin perder la sonrisa.

Era tan solo una excusa para no estar a solas con él. Desde que volviera a ver a Aidan, los rasgos suaves, casi angelicales, de su esposo le resultaban chocantes. Antes de eso llegó a creer que podría enamorarse de él, incluso sentía cierto cariño por él, sin embargo, no era suficiente. A Aidan lo amaba.

El duque jaló un cordón que colgaba cerca de la cama; en pocos segundos una doncella salió de la salita privada de la duquesa y se acercó al lecho de esta.

—Por favor, dile a lady Emily que lady Grafton solicita su presencia.

La doncella hizo una reverencia y enseguida salió a cumplir la orden del duque.

                       

En St. Michael's Mount, lady Isobel no podía dejar de pensar en lo que podría estar ocurriendo en Grafton Castle. Todos los días los pasaba en zozobra, temerosa de que el señor Aidan no cumpliera su promesa.

¿Y si solo fingió aceptar para poder marcharse? ¿Y si iba de nuevo a Grafton Castle?

Señor, si lo hacía estaba segura de que su hermana no se negaría. Se iría con él sin mirar atrás y August quedaría destruido.

Esto último era lo que más la angustiaba. En más de una ocasión —con la excusa de la mala salud de su hermana—, estuvo a punto de pedirle a sor María licencia para salir de la congregación e ir a visitarla.

Después de la ceremonia de matrimonio se había quedado un par de días en el castillo, atenta a lo que sucedía, vigilante, dispuesta a truncar los planes de fuga de su hermana al costo que fuera. Jamás permitiría que cometiera la locura de huir con ese hombre. Sin embargo, la preocupación y muestras de afecto que lord August prodigaba a lady Amelie la mataban un poco cada vez. Era demasiado para su terco corazón, máxime sabiendo que su hermana no las merecía. Por eso, al tercer día agradeció la hospitalidad de la duquesa viuda, se despidió de todos y regresó a la seguridad que el antiguo monasterio le ofrecía. Aun así, no podía evitar pensar en el asunto.

Esa tarde, como todas las demás, se retiró a su lugar preferido de la isla acompañada de su pequeño clan, como les llamaba ahora a los niños del orfanato. Por ese día, ya había cumplido con todas sus obligaciones.

A su regreso de Grafton Castle no retomó el ritmo que llevaba antes, entendió que por mucho que se matara trabajando no olvidaría que lord August era ahora el esposo de su hermana. Era un hecho innegable e irreversible, un vínculo que solo la muerte podía disolver. Y ella jamás desearía la muerte de lady Amelie.

En lugar de pasar más tiempo en la cocina decidió invertir sus energías en instruir a los niños que vivían ahí. Sin embargo, no era tan fácil como parecía. Necesitaba utensilios que costaban muchas monedas y conseguir esos fondos era más difícil aún. La gente acomodada tenía la idea de que la clase baja no necesitaba aprender a leer ni escribir, eran personas cuyo único propósito era servirles. Incluso era poco frecuente que las mujeres aristócratas aprendieran más allá de las actividades que se consideraban propias de su sexo. El estudio de las letras y los números era destinado casi en exclusiva a los hombres de la aristocracia, no obstante, era más probable ver a un hombre de la clase trabajadora alfabetizado que a una mujer. Y era por ello que deseaba con el alma ayudar a esos chiquillos que había aprendido a querer.




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