Fuego en el corazón

Capítulo 6

El roce de los labios de Aidan sobre los suyos la paralizó. Se quedó tiesa, con la mente perdida y el corazón batiéndole fuerte en el pecho. No fue hasta que sintió los brazos de él rodearla y apretarla contra su firme torso que regresó a sus cabales; lo apartó con un débil empujón, sintiéndose mareada, sin resuello.

Aidan le permitió alejarse. Se mantuvo erguido frente a ella, preparándose para la sarta de reclamos y lágrimas que seguro tendría que aguantar, pero para su sorpresa, Lady Isobel ni lloró ni reclamó. Solo lo miró, clavó sus verdísimos ojos en los suyos cobalto. Su mirada extraviada, desvalida y desprovista de malicia fue peor que una bofetada. Le recordó a una gatita asustada.

Se sintió un canalla, un desalmado —que lo era—, sin embargo, vio tanto dolor y decepción en sus ojos que quiso consolarla. Extendió la mano para tocar su mejilla, pero ella retrocedió, rehuyendo de su contacto.

Sin dedicarle una palabra, lady Isobel se marchó.

Aidan se quedó ahí de pie, mirando su andar apresurado por el camino que llevaba al antiguo monasterio.

—¡Imbécil! —masculló enfadado.

Se llevó las manos al cuello como si quisiera estrangularse, gesto que hacía cuando se enfadaba consigo mismo. Maldito fuera su carácter arrebatado e impulsivo.

El sol casi se extinguía sobre las aguas cuando abandonó el lugar. Debía arreglar la situación pronto, si es que quería desposarse con su monjita.

                       

Esa noche, lady Isobel apenas logró dormir por ratos. Cada vez que cerraba los ojos, el recuerdo de ese beso robado la hacía temblar. Al principio se dijo que era indignación.

¿Cómo se atrevía a tocar sus labios de esa manera tan indecorosa? Nunca nadie lo había hecho y estaba segura de que no era algo que cualquiera pudiera hacer. Decidió que no debía permitir que volviera a suceder nunca más.

Sin embargo, conforme pasaban las horas sus recelos fueron desvaneciéndose. Una tímida sonrisa afloró en sus labios cuando recordó la manera en que el señor Aidan la defendió de lady Amelie. Evocó el tacto de su mano sobre su brazo lastimado y la ternura con que lo acarició.

En un momento de la madrugada, antes de que llamaran a los maitines, se preguntó si él en verdad quería casarse con ella. Y lo más importante: ¿por qué?

Ella no era tan bonita como su hermana. No tenía su carácter desenvuelto ni tema de conversación más allá de sus actividades en la isla. Lady Amelie, en cambio, arrebataba suspiros y admiración en cuanto reparaban en su presencia, era hermosa y sin defectos.

No como ella.

Por inercia, posó una mano sobre su muslo izquierdo, por encima de la áspera tela que la cubría de la frialdad de la celda.

No, ella no era alguien a tener en cuenta para desposarse, se dijo. Por encima de la tela palpó la cicatriz que tenía en la pierna. Marca que le dejó el líquido caliente que se vertió por accidente, años atrás, mientras ayudaba a la cocinera a preparar los panecillos de nata que tanto le gustaban a su hermana. No era que la cicatriz fuera muy grande o fea, pero era un defecto a tomar en cuenta cuando ni siquiera tenía una cuantiosa dote que la compensara.

Entonces, ¿por qué el señor Aidan quería casarse con ella? ¿Pensaría usarla como parte de su venganza?

Ahogó un jadeo al comprender que esa debía ser la respuesta.

Rato después, ya en la cocina mientras removía el cocimiento de ese día, pensó que olvidaría el asunto. No le daría oportunidad de jugar con ella ni de usarla como arma en su venganza contra lady Amelie. Ella se consagraría al servicio del Señor, el antiguo monasterio era su nuevo hogar, el lugar donde quería estar, así que desecharía toda clase de pensamiento mundanal que pudiera desviarla de su camino de castidad.

Sin embargo, Aidan tenía otros planes.

                    

—¿Vas a casarte? —Aidan afirmó con un movimiento de la cabeza a la pregunta hecha por su interlocutora—. ¡Cristo Sacramentado! —exclamó la mujer, sus manos unidas sobre el pecho.

—Vendré más tarde por el documento —dijo Aidan, sin hacer caso de la efusividad de la religiosa.

—¿Cuándo será la ceremonia? —preguntó sor María, todavía impresionada por la buena nueva.

—En cuanto arregle los términos —respondió al tiempo que se levantaba de la silla en la que estuvo sentado durante su conversación con la mujer que lo crio.

—¿Términos? El matrimonio no es…

—Vendré antes de las vísperas —interrumpió él. Dio un par de golpecitos sobre la mesa con los nudillos a modo de despedida y luego salió de la estancia.

—Casarse… Mi solitario niño va a casarse —susurró sor María, unas inquietas lágrimas temblaban en sus pestañas—. ¿Pero con quién? —se preguntó instantes después, pasada ya la emoción.

                     

Lady Isobel recitó la última oración, pero no se levantó del suelo; permaneció arrodillada con los codos en su jergón y las manos unidas bajo su barbilla. Sus pensamientos discurrían en todo lo sucedido en ese último tiempo. Desde la boda de su hermana con lord August —quien cada vez estaba menos en sus pensamientos—, hasta el efímero beso que el señor Aidan le robó cuatro tardes atrás.




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