Fuego en el corazón

Capítulo 7

Recorrieron el sendero en silencio.

Aidan, rumiando toda suerte de maledicencias en contra del dichoso lord.

¿Quién se creía este para venir a reclamar a su prometida como propia?

Cierto que hasta hacía un instante dicha prometida estaba reacia a casarse con él, pero esos solo eran detalles que ya se estaba ocupando de solucionar.

Lady Isobel se dejaba conducir por él. No sabía si estaba tomando la decisión correcta; lo que sí sabía era que, entre todas sus opciones, esta era la que menos infeliz la hacía. El señor Aidan le despertaba emociones que le hacían pensar que, quizá con el tiempo, podría llegar a albergar un cariño sincero por él, aunque no fuera ni de cerca como el que le profesaba a lord Grafton.

No así lord Pembroke. La cercanía del conde le provocaba rechazo.

¿Cómo unir su vida a la del lord en esas circunstancias?

Dentro de la edificación se dirigieron a la oficina de sor María. Las fuertes pisadas de las botas altas de Aidan, resonaban por el solitario pasillo. Ninguno de los dos habló en todo el camino.

La puerta de la oficina estaba abierta como de costumbre.

La religiosa, sentada tras su escritorio, estaba sola.

El resonar de las botas ya había alertado a sor María de la visita de Aidan; conocía sus pasos a la perfección. Levantó la cabeza para verlo y la sonrisa de bienvenida que tenía para él murió en sus labios al percatarse de la presencia de Isobel. ¿Qué hacían esos dos juntos?

—Lord Pembroke, ¿dónde está? —preguntó Aidan importándole bien poco las normas de cortesía que lo obligaban a saludar primero.

—Se marchó hace unos minutos —respondió sor María, acostumbrada a su falta de modales—. ¿Isobel? —Usó el nombre de la muchacha para preguntarle qué hacía ahí, en compañía de Aidan.

La aludida adelantó un paso. Intentó soltarse del agarre del señor Aidan, pero este no la dejó. La religiosa agrandó los ojos al notar sus manos unidas.

—¿Qué está pasando aquí, Aidan? —Sor María se levantó, aferrándose al borde del escritorio lo miró con dureza.

Aidan entrecerró los ojos ante el tono de la religiosa. Se dirigió a él con la misma autoridad con que lo reprendía años atrás, cuando solo era un chiquillo más del orfanato. Si se tratara de cualquier otra persona, jamás permitiría que le hablara así, pero era sor María, la única persona que le mostró un poco de cariño cuando se quedó solo en el mundo.

—Nada de lo que usted tenga que preocuparse —respondió mordiéndose la lengua porque, para su pesar, respetaba a la mujer.

—Isobel… —Sor María se dirigió otra vez a la joven en busca de respuestas que la ayudaran a comprender lo que ocurría.

—Ya le he dicho que…

—Vamos a casarnos —contestó lady Isobel haciendo que el señor Aidan se callara.

A Sor María le dio vueltas la cabeza. Suerte que estaba agarrada del escritorio o habría caído en su silla sin ninguna gracia.

—Pero, me dijiste que te casarías con lord Pembroke —murmuró la monja.

Lady Isobel negó con la cabeza.

—Dije que iba a casarme, pero nunca mencioné a lord Pembroke.

Aidan recordó la conversación y se maldijo por idiota. Acababa de darse cuenta de que sacó conclusiones apresuradas. Tal parecía que, cuando se trataba de la monjita, se le embotaba la mente a tal grado que perdía todo raciocinio.

—Pero… —Sor María se dejó caer sobre la silla, no podía hilar pensamiento.

—Espero contar con su bendición, madre. —Aidan jugó su última carta.

En contadas ocasiones se dirigía a la religiosa por ese apelativo. De sobra sabía que ella lo consideraba un hijo, incluso él la veía como esa madre que desde edad muy temprana le faltó, la quería y la respetaba, sin embargo, le era difícil demostrarle afecto.

—Cielo santo. —Sor María se frotó las sienes, un intenso dolor comenzaba a molestarla—. ¡Que el Señor nos ampare! —exclamó al fin antes de levantarse para abrazar a su “niño”.

Al día siguiente, Aidan estaba llamando a la puerta de la casa de lady Emily Wilton, su casi suegra. Le abrió una joven bajita de mirada curiosa.

—¿Está lady Emily en casa?

—Depende —respondió la doncella.

Aidan elevó una ceja. Tal parecía que sus ropas de caballero no engañaban ni al servicio de la casa.

—¿A quién debo anunciar? —preguntó la joven al ver que él no decía nada.

—Lord Euston.

Jane cerró la puerta —dejando al visitante afuera—, y enseguida corrió a la salita para avisarle a su señora sobre el desconocido.

—Mi lady… hay un hombre… en la puerta… que quiere verla —dijo entrecortada por la carrera que había pegado.

—¿Un hombre? ¿Quién es? —Lady Emily hizo a un lado su bordado.

—Lord Euston.

La condesa viuda agrandó los ojos, conocía perfectamente ese título. El condado de Euston pertenecía a los Grafton, el cual era legado al primer hijo hasta que por herencia tomaba el ducado. Intrigada le ordenó a Jane que hiciera pasar a su visitante, no imaginaba quién podía atreverse a usar ese título que seguramente estaba en posesión del actual duque de Grafton.




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