Fuego en el corazón

Capítulo 8

Tal como informó a Jane, dos de sus hombres fueron por los baúles de lady Isobel esa misma tarde. Y mientras ellos se encargaban de llevarlos al barco, él se ocupaba de la dueña de estos. La encontró como siempre, rodeada de chiquillos y con un libro en las manos. Esta vez no esperó a que los niños la dejaran sola; la expresión de su rostro lo atrajo igual que una flor lo hacía con la abeja.

—El príncipe tomó en brazos a la princesa y la acomodó junto a él. Montados en el hermoso pegaso surcaron el cielo, felices de por fin estar juntos. Tal como prometió, la llevó allá, donde terminaba el arcoíris —decía la dama en ese momento.

Tenía los ojos cerrados, el rostro un poco hacia arriba, como si hubiese estado mirando el cielo antes de bajar sus párpados. Una sonrisa tierna tiraba de sus labios.

—¿Y qué pasó con el pirata? ¿por qué no se quedó con la princesa? —preguntó uno de los niños, un tanto enfurruñado.

Al escuchar la pregunta del crío, lady Isobel abrió los ojos, encontrándose de pronto con la azulada mirada del señor Aidan. Este tenía una expresión serena, incluso sonreía. En ese momento con el rostro relajado no resultaba tan intimidante por lo que no contuvo el impulso de corresponder a su sonrisa.

—Colin, el pirata era malo. —La respuesta de Mary, una de las niñas más pequeñas, lo hizo fruncir el ceño. Isobel se sintió de pronto nerviosa—. Secuestró a la princesa —explicó la pequeña al tiempo que elevaba la mirada al cielo como rogando paciencia por la ineptitud del niño.

—Él también estaba enamorado de ella —refutó Colin cruzándose de brazos.

—Pero ella no. Ella quería al príncipe August —dijo entonces otra de las niñas, haciendo que Isobel bajara la mirada avergonzada porque ahora el señor Aidan sabía con certeza quién era la princesa en la historia.

—No me gusta este cuento. —Colin se levantó, enojado por el final—. La princesa es una tonta.

—El tonto eres tú —dijo Mary, enojándose también.

—Niños, niños, por favor. Es solo un cuento. —Lady Isobel dejó el banco de piedra para intentar mediar entre los pequeños—. Vayan a prepararse, es casi la hora de comer.

Los chiquillos se despidieron de ella y mientras corrían en dirección al orfanato los adultos todavía podían escuchar sus alegatos sobre los protagonistas del cuento. Lady Isobel mantuvo la mirada en ellos, retrasando su encuentro con el señor Aidan. Se sentía tan mortificada. No sabía cómo iba a mirarlo a la cara sin morirse de la vergüenza.

—El pirata, ¿cuál era su nombre? —lo escuchó decir a sus espaldas, muy cerca de su oído.

—Es… es solo… solo un cuento —contestó, temblorosa, turbada por la cercanía de él y por la calidez que su aliento enviaba en la base de su cuello aun a través del hábito.

—El príncipe tenía nombre —reclamó él, sin dejar notar la rabia que todavía sentía desde que escuchara el nombre del dichoso príncipe.

Estaba tragándose el coraje a costillas de sus manos empuñadas. Tenía los nudillos tan blancos que, cuando por fin los relajara, le hormiguearían.

—¿A qué ha venido? —preguntó Lady Isobel para desviar la conversación, no quería entrar en detalles que ni ella misma entendía.

—A lo mismo que el pirata de su cuento —murmuró él, pegándose más a la muchacha, rozando su pecho con la espalda de ella.

—¿Qué? —Lady Isobel se giró tan rápido que perdió el equilibrio; terminó rodeada por los brazos de él, recostada sobre su firme torso.

—Voy a secuestrarla, sor Magdalena —aclaró para consternación de ella—. Y usted no se resistirá.

—¿Secuestrarme? Pero… vamos a casarnos, ¿por qué habría de secuestrarme? —balbuceó sin entender de dónde sacó esa idea absurda.

—Detalles, milady, detalles.

Aidan la soltó, pues estaba tentando demasiado a la suerte, la cercanía de la joven le hacía desear cosas para las que ella no estaba preparada, pero para las que él estaba más que dispuesto. En su vida había deseado tanto algo así que, cuando por fin sucediera, ya se encargaría él de borrarle de la mente al duquecito. De la mente, de la piel y, ¿por qué no?, del corazón también. No dejaría que ningún príncipe, conde, duque o el mismo rey le arrebataran a su monjita. Este pirata sí se quedaría con la princesa.

—Mi madre vino a verme —comentó ella pasados unos segundos, mientras se acomodaba en la banca de piedra, ajena a los pensamientos de él—. Me contó algunas cosas… sobre usted.

Aidan se envaró. Tenía muchos secretos en su haber, unos más escabrosos que otros y aunque no le importaba la opinión de nadie, sí que le inquietaba un poco la información que la condesa le haya podido revelar a lady Isobel. Se acercó un par de pasos, subió la bota derecha a la banca y flexionó la rodilla, usándola de apoyo para su brazo derecho.

—¿Algo interesante? —preguntó, inclinándose un poco hacia ella para que sus rostros quedaran a la misma altura.

—Nada que cambie mi decisión —respondió ella con la cara roja.

Tenerlo tan cerca le alteraba los nervios, las manos le sudaban, sus mejillas enrojecían y la respiración se le volvía superficial, errática. Ni siquiera lord Grafton la alteraba tanto.




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