Una hora después, Amace escuchaba con atención las instrucciones de Lesson, con espada en mano, en medio del atrio. Las miradas de los soldados, pasaron de la precaución a la apreciación en cuestión de minutos. Las ropas que traía puestas, tan ligeras y acentuadas a su figura, podían fácilmente provocar los bajos instintos de cualquier hombre.
Dioses... incluyéndome.
Una mujer no debería vestir así.
Aun cuando la apreciación masculina era mejor que los murmullos en su contra y malos tratos, algo en mi interior impidió que sintiera otra cosa que agitación y fuertes ganas de golpear cabezas. La sensación tenía mucho que ver con la certeza de su inocencia y los recuerdos que tomaban consistencia, así como la apreciación espontánea de su belleza. Con cada día que pasaba, fue inevitable notar el aumento de su gracia y salud.
En comparación con el primer encuentro en aquella cabaña, tan desvaída y marchita, la Amace que comenzó a ser apreciada por los soldados, que era capaz de alzar y blandir una espada con sus delgados brazos, que corría de aquí allá por los pasillos de palacio, era una luz fantasmagóricamente preciosa entre tanta rudeza.
—¿Por qué no invitarles?
Lesson, mi amigo y mano derecha, insistía en hacer algo más que enviar una medalla de agradecimiento a los Gullner, por ayudar a Amace en Quajk.
—¿Invitarles a que? —Le gruñí, tratando en vano de ignorarle y concentrarme en los documentos sobre el escritorio.
—¡Por todos los Dioses, Clim! ¡Fueron gentiles y se preocuparon de ayudar a Amace! ¡Merecen más que una medalla y palmadas en la espalda!
Su molestia no era mi prioridad, pero desde hace una semana que entrenaba a Amace, y al parecer, se habían convertido en grandes amigos.
—En éste momento no se llevará a cabo celebración alguna —espeté fríamente, y volví a centrarme en los papeles. Un aburrido informe sobre las ovejas y sus becerros en Zufhwyth.
—No digo que les organices un jolgorio. Tan sólo invítalos a visitarla —dijo con un borde de su aún latente molestia clavándose en mis oídos.
—¡Si ella quiere algo que venga y lo pida por sí misma! —Terminé gritando. Ya me dolía la cabeza, maldición.
Su silencio me impulsó a alzar la mirada y verle, con una sonrisa demasiado traviesa para mi gusto.
—¿Qué? —gruñí.
—Ella no me pidió que hablara en su nombre. A nadie le pide nada, Clim. Si no le ofreces algo ella ni siquiera se toma la molestia de mencionarlo. Ni comida, ni un descanso, ni siquiera dice si algo le duele. Está tan malditamente rota, y aun así no hace más que evitar molestias a los demás.
El filo en su voz fue más que un simple golpe. No necesitó alzar la voz para conseguir que la culpa revolviera mi estómago.
—Esto no es sobre los Gullner —susurré, frotando mi cuello.
—No, no es sobre los Gullner. Es sobre ti siendo un idiota con ella. Sobre tu falta de compasión, sobre tu frialdad, tu dejándola sola...
—¡Lesson! —Le corté de golpe, poniéndome de pie con tal fuerza que la silla se volcó—. ¡No es la única que perdió todo ese día! —Rugí,no sorprendiéndome su falta de reacción a mi ira.
—Ella no perdió todo, Clim. Se suponía que aún te tenía.
Dando media vuelta se fue, azotando la puerta tras sus pasos, y dejándome con mi propios ardientes sentimientos en un revoltijo desagradable.
La única cosa que evite durante esos diez años... lo único que podía cambiar todo.
¿Debía ceder y dejar que ocurriera? ¿Tragar mi soberbia y hacerlo por ella? Pero, ¿qué ganaría ella? ¿Qué ganaría si le recuerdo por completo? ¿Cuál sería mi propia reacción a las memorias ocultas en lo más recóndito de mi mente?
Tenía miedo... ¡por todos los Dioses! Y como odiaba admitirlo.
Mi cuerpo se retraía por sí mismo al sólo estar cerca de Noemia, cómo podría pedirle que devolviera a la superficie todos esos momentos a los que temía. Mi pecho se contraía de solo pensar en recordar a mis padres. ¿Cómo será recordar todos los encuentros de mi infancia con Amace? ¿Sería lo suficientemente fuerte para no derrumbarme?
"Se suponía que aún te tenía".
A veces, no dejaba de sentir una cierta incomodidad por parte de Lesson. A veces, sentía que me conocía incluso más profundamente de lo que le permiti. A veces... a veces deseaba que no tuviese razón.
Rindiéndome, agotado mentalmente como nunca, abrí las puertas y envié a uno de los soldados apostados en mis puertas, que fuese por Noemia con la mayor rapidez. Antes de arrepentirme.