El mundo ya no era lo que solía ser. Las grandes ciudades habían sido aplastadas bajo el peso de criaturas que no deberían existir: los Kaiju. Gigantescos monstruos surgidos desde las profundidades de la Tierra, a través de grietas dimensionales que aparecían en el fondo de los océanos y, con el tiempo, también en la corteza terrestre. La humanidad, empujada al borde de la extinción, se vio obligada a unirse como nunca antes.
Fue así como nacieron los Jaegers, colosales máquinas de combate manejadas por dos pilotos conectados mentalmente a través de un enlace neurológico conocido como la Deriva. Solo mentes fuertes, sincronizadas y compatibles podían soportar el peso de mover un gigante de acero y soportar el eco de los recuerdos compartidos.
Entre los mejores, se encontraba Alejandro Cox, piloto principal del legendario Jaeger llamado Relámpago Rojo, temido por los Kaiju por su velocidad y potencia destructiva. A su lado, su co-piloto de siempre: Alberto McDaniel, un hombre tan firme como una muralla, y tan callado como letal en batalla. Juntos, se habían enfrentado a más de una docena de Kaiju, y aún seguían en pie.
Alejandro, sin embargo, no era solo un soldado ni un héroe reconocido por su coraje. Era padre. Su hijo, Axel Cox, de apenas ocho años, lo veía como su ejemplo, su faro y su razón de soñar. En un mundo donde muchos niños crecían sin padres —devorados por los monstruos o caídos en combate— Axel aún podía abrazar al suyo. Y aunque muchas veces el miedo lo hacía llorar cuando Alejandro salía al frente de batalla, también creía con todo su corazón que su padre regresaría… porque los héroes no morían.
En casa, Axel solía colocarse un casco de cartón y simular que controlaba un Jaeger propio. Lo llamaba Viento Carmesí, y le había dicho a su padre que algún día, ambos combatirían juntos.
—Voy a pilotar contigo, papi. —decía el niño con una sonrisa tímida— Cuando sea grande, vamos a destruir a todos los Kaiju.
—Tú vas a ser mejor que yo, hijo. —respondía Alejandro mientras lo alzaba con un solo brazo— Serás un piloto legendario… y el mundo va a conocer tu nombre.
Pero el mundo no dejaba espacio para promesas eternas.
Una noche sin luna, los sensores globales detectaron una anomalía múltiple: no uno, sino tres Kaiju emergieron al mismo tiempo. Uno desde el Atlántico, otro en Siberia y el más peligroso, en lo profundo del Caribe. Éste último, de clase desconocida, parecía mutar en tiempo real. Lo llamaron provisionalmente “Sangre Negra”, y fue enviado al Relámpago Rojo junto a dos unidades de refuerzo.
Antes de subir al Jaeger, Alejandro le dio un abrazo largo a Axel. No dijo mucho, pero la mirada del hombre era distinta esa vez… como si el peso del mundo colgara de sus hombros más que nunca.
—Papá… ¿vas a volver? —preguntó Axel con los ojos húmedos, mordiéndose los labios.
Alejandro se agachó y le dio su reloj de pulsera, aquel que siempre llevaba consigo en cada combate.
—Sí, hijo… pero si no vuelvo, este reloj te recordará que te amo. ¿Está bien?
Axel lo apretó con fuerza contra su pecho. Su padre sonrió por última vez antes de girarse y marchar hacia la plataforma de lanzamiento, sin mirar atrás.
Esa fue la última vez que lo vio.
El combate contra Sangre Negra fue transmitido en las bases globales de defensa. El Jaeger Relámpago Rojo combatió con fiereza, pero la criatura mutó, creciendo una segunda espina dorsal que perforó el blindaje. Alejandro y Alberto resistieron hasta el final, desactivando el núcleo de energía del Jaeger para provocar una explosión suicida que destruyó al Kaiju y selló temporalmente la grieta.
Alejandro murió como vivió: luchando para proteger a la humanidad… y a su hijo.
Axel no lloró ese día. Se quedó quieto frente a la pantalla apagada, con el reloj en la mano, como si todo lo que lo rodeaba hubiera perdido color. A partir de esa noche, dejó de jugar con su casco de cartón. Dejó de imaginar Jaegers. Dejó de imaginar un futuro.
Pero en lo profundo, la promesa aún vivía.
Editado: 30.07.2025