El teléfono público era un desastre: sucio, apestando a cigarro rancio; con inscripciones y chicles pegados como si fuera un lienzo de la miseria urbana. Una de esas inscripciones destacaba en letras torcidas: «El que toca el teléfono será maldito». Lemuel, con la nariz todavía goteando después de un resfriado, apenas le prestó atención. Estaba acostumbrado a lidiar con la mugre. Se limpió los mocos con el dorso de la mano y, sin pensarlo dos veces, agarró el teléfono y llamó a su padre:
—Papá, Margarita está embarazada. Voy a ser padre —dijo Lemuel, con una presión en la garganta que le impedía respirar con normalidad.
—¡¿Qué carajos dices?! ¡Me he matado trabajando duro para darte lo mejor que he podido y ahora sales con que tu mujer está embarazada! ¿Yo te he enviado a esa ciudad para que estudies, o para que tengas hijos? ¡Tú verás qué haces, pero aquí no apareces con ningún crio!
Don Fernando, enfurecido, colgó el teléfono, abrió la cabina telefónica con sus manos temblando de rabia y se dirigió a su casa con los ojos encendidos como antorchas en llamas. Mientras tanto, Lemuel tragó con esfuerzo la flema que le obstruía la garganta, sintiendo cómo el juicio de su padre lo golpeaba con la fuerza brutal de una porra incaica. Margarita lo esperaba afuera, sentada en una banca. Calculaba la fecha con un almanaque de bolsillo de 1984 para saber cuándo nacería su hijo. Aquello la llenaba de ansiedad y la hacía comerse las uñas. Lemuel, petrificado, todavía sostenía el auricular del teléfono público en su oído, aunque su padre ya había colgado la llamada unos segundos atrás. Luego caminó hacia Margarita y, con la mirada baja le dijo:
—Vámonos.
Los primeros meses de embarazo para Margarita fueron difíciles, plagados de vómitos, mareos, dolores de cabeza y un cansancio extremo que apenas le permitía levantarse de la cama. Lemuel hacía lo posible por cuidarla: le preparaba comidas livianas que pudiera digerir y le daba masajes en el cuello y en los pies para aliviar un poco su malestar. Incluso, Tomás, el hermano mellizo de Margarita, les brindaba ayuda en lo que podía en los momentos en los que no estaba en clase en la universidad.
Cuando el bebé nació, Lemuel le puso por nombre: Ósver, que eran las iniciales y al mismo tiempo el seudónimo de Óscar Vergara, un periodista deportivo que tenía su columna en el diario La Tercera.
Con el paso de los meses, Ósver iba creciendo y desarrollándose de tal manera que ya estaba cerca de cumplir dos años. Durante ese tiempo, a Lemuel y Margarita les resultó difícil mantener a su hijo, ya que Lemuel estaba estudiando ingeniería civil y Margarita había obtenido su título de bachiller en derecho y ciencias políticas. A pesar de que ambos trabajaban, sus sueldos no eran suficientes debido a la hiperinflación y el estancamiento económico que atravesaba el país en ese momento.
Lemuel llamó un día a su mamá, y le dijo:
—Mamá, por favor, convence a mi papá para que me restablezca la pensión. Con lo que ganamos Margarita y yo, no nos alcanza para mantener a Ósver.
—Hijo, trae a mi nieto aquí. Yo lo cuido, y tú regresas para terminar tu carrera. Díselo a tu mujer, convéncela -dijo doña Lucía.
—Pero mi papá me ha dicho que ni me aparezca con algún niño.
—Así es él, pero de ahí se le va a pasar. Confía en mí, tráelo y verás.
Don Fernando, el padre de Lemuel, trabajaba en una prestigiosa minera, mientras que doña Lucía se dedicaba a su labor como ama de casa. Lemuel sabía que sus padres eran los más idóneos en ese momento para asumir la responsabilidad de criar a un niño de nuevo. Por esa misma razón Lemuel le insistía a margarita para llevar a Ósver a Moquegua. «Es mi hijo, ¿cómo lo voy a abandonar en esa ciudad?», decía repetidas veces. Sin embargo, la situación en el país empeoraba cada vez más: escasez de alimentos y productos básicos, estanterías vacías, mostradores desprovistos y calles con interminables colas para adquirir víveres eran una realidad Incuestionable. Todo esto llevó a Margarita a aceptar la propuesta de doña Lucía de llevar a Ósver a Moquegua.
Cuando llegaron, don Fernando le dijo a Lemuel:
—¿Tú crees que soy tu nana para cuidar a tu hijo? ¡Te lo llevas!
Margarita estaba esperando en la sala con Ósver y doña Lucía a que Lemuel termine de hablar con don Fernando. Durante la espera, doña Lucía le preguntó a Margarita:
—Ahora que ya tienes al niño, ¿qué pretendes con mi hijo?
—Disculpe, doña Lucía, pero no sé a dónde quiere llegar con su pregunta. Yo no planeé embarazarme de Lemuel; no tendría sentido ni razón, y si sucedió fue por la irresponsabilidad de ambos. Usted sabe que yo soy bachiller y solo me falta sacar mi título profesional. Además, lo único que queremos como padres es lo mejor para nuestro hijo.
Doña Lucía no se sentía a gusto con la presencia de su nuera en la casa. Para ella, Margarita había detenido de forma repentina el progreso educativo de su hijo Lemuel y se había dejado embarazar con el fin de retenerlo, pero eso no era verdad.
Margarita era bachiller en derecho y ciencias políticas, trabajaba en una notaría como secretaria y ganaba el salario mínimo; se esforzaba por salir adelante después de que sus padres fallecieron cuando ella había sido solo una adolescente. En contraste, Lemuel, al principio había iniciado su vida universitaria en la carrera de Ingeniería Civil en la Universidad del Norte en Antofagasta, Chile. Esto era beneficioso para Don Fernando debido a la devaluación de la moneda del país. Además, la mesada que le enviaba era en dólares, lo que hacía que todo resultara más económico para Lemuel, quien se encontraba en su tercer año de estudios. Sin embargo, la dictadura de Pinochet expulsó del país a todos los extranjeros, sin importar si estaban matriculados en la universidad. Al llegar a Perú, una universidad de Ica estuvo dispuesta a convalidarle solo dos años de estudio. Al no tener más opciones, Lemuel tuvo que continuar sus estudios en aquella universidad, la cual sufría constantes huelgas y avanzaba solo un ciclo por año. Fue durante ese tiempo, en los pasillos de la universidad, cuando conoció a Margarita, quien lo conquistó con sus ojos achinados. Como jóvenes ardientes, sucumbieron ante la pasión y concibieron a Ósver en una celebración de fin de año, el treinta y uno de diciembre.
Editado: 02.12.2024