Game Ósver

El barrio Belén y un nuevo amigo

Después de unos meses, la abuela Lucía volvió a darle permiso a su nieto, pero solo para jugar en la calle donde vivían. La casa de los abuelos estaba en la calle Huánuco, cerca de la vieja iglesia Belén. Toda esa zona, encajada entre calles estrechas, casas con balcones y techos de mojinete, era conocida como «El Barrio Belén». Un lugar con arquitectura virreinal y republicana, donde el bullicio de niños y adolescentes hervía. Sin embargo, Ósver nunca se aventuraba más allá de la calle Huánuco. Prefería quedarse con sus amigos de la cuadra, quienes lo llamaban «Chino» por esos ojos rasgados que, como un legado, había heredado de su madre.

Una tarde, mientras estaba sentado en la puerta de su casa, balanceando los pies y observando el lento caminar de una anciana que llevaba un atado de alfalfa en la espalda, vio a lo lejos a un niño que corría a toda velocidad como un potrillo. Su silueta se recortaba contra la luz del atardecer, y el bidón de leche que llevaba en la mano derecha parecía una extensión de él mismo. Ósver lo siguió con la mirada hasta que el niño llegó más cerca y podía distinguirlo mejor: flaco, de pelo alborotado con una camiseta crema y un pantalón azul raído cuyos hilos parecían estar luchando por mantenerse juntos.

—Hola, ¿hacemos una carrerita? —dijo Ósver, sin pensar demasiado.

El niño, aún con la respiración agitada, respondió:

—Pero tengo mi bidón —dijo el niño.

—Déjalo aquí, en la puerta de mi casa. Hagamos una carrerita desde este punto hasta la esquina donde está el poste de luz —dijo Ósver.

¡A la una, a las dos y a las tres! Hombro a hombro, emprendieron su heroica carrera por el título ficticio de los cincuenta metros planos. Al final, en los últimos metros, Ósver le sacó una ventaja y le ganó la carrera. Mientras jadeaban, el niño, con las ojotas a medio salir de los pies, lanzó su excusa:

—Me ganaste porque tengo ojotas. Me pongo mis zapatillas y te dejo comiendo polvo.

Ósver, todavía saboreando la victoria, soltó una carcajada, y ambos regresaron a su casa para recoger el bidón de leche que habían dejado en la puerta.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Ósver, con un aire entre curioso y condescendiente.

—Kike, pero me dicen Chino. ¿Y tú?

—Ósver. Adivina qué: a mí también me dicen Chino.

Kike lo miró de arriba abajo y arqueó las cejas, como si no pudiera creerlo.

—Sí, claro. Pero yo estoy delgado, y tú, pues... eres como un tamal bien amarrado, ja, ja, ja.

Kike era un año mayor que Ósver, y aunque ambos tenían los ojos rasgados, se notaba la diferencia. Ósver era ingenuo, siempre amable y confiado, mientras que Kike era un bribón, con una sonrisa siempre lista para aprovechar cualquier oportunidad.

La carrera entre ambos fue breve, pero suficiente para romper la barrera entre desconocidos. Sin embargo, al poco rato, cuando el sol comenzaba a esconderse detrás de los techos viejos del barrio, cada uno regresó a su casa sin decir mucho más. Fue un encuentro simple, marcado por una chispa de camaradería que, aunque tenue, prometía quedarse.

Al año siguiente, Margarita logró llevarse a Ósver a la Ciudad de Ica. Los padres de Ósver ya no vivían en una cochera, pues se habían mudado a una pequeña casa. Ósver logró adaptarse e hizo nuevos amigos. Lo inscribieron en un jardín de infantes o preescolar donde aprendió a leer, escribir, dibujar y hacer diferentes tipos de manualidades con palitos de madera y otros materiales. Sin embargo, la relación con su padre no era la mejor. Un día, a Ósver le habían dejado una tarea en el jardín para hacerla en casa. Consistía en aprender a escribir las vocales, y la que más le costaba era la vocal «E», que parecía un pedacito de cuerda doblado en medio. No obstante, él dibujaba un círculo con dos patitas y así terminó toda su tarea. Luego llamó a su papá para que revisara su trabajo; este, al ver que todas las vocales con la letra «E» estaban mal hechas, le dio su primera tunda. Desde entonces, Ósver le tuvo miedo a su padre.

Lemuel vivía amargado, se sentía desdichado. Tenía que soportar las constantes comparaciones con su hermano fallecido, algo que don Fernando le recordaba en cada momento. Además, las constantes peleas con Margarita convirtieron la convivencia en una tortura para su hijo. Para suerte de Ósver, el país experimentó un shock económico. Como consecuencia, Lemuel y Margarita decidieron que, al finalizar el año, Ósver regresaría con sus abuelos a la ciudad de Moquegua.

El reencuentro fue cálido. Ósver llegó con su mamá, y sus abuelos lo recibieron como si fuera el tesoro perdido, pero no todo sería perfecto para el gordito. Margarita, como siempre, imponía sus normas: su hijo debía estudiar y seguir un horario estricto. Las mañanas eran para repasar lo que había aprendido en el preescolar, y las tardes, para jugar, pero solo un rato. Después de una semana, Margarita se fue, y Ósver se quedó con sus abuelos, tranquilo, por fin sin la presión de su madre.

El tiempo transcurrió en esa calma. Los días se hicieron meses, y antes de darse cuenta, Ósver ya tenía nueve años. Era un estudiante promedio, a veces flojo, pero con buenas notas. Lo que realmente le gustaba era salir por las tardes a jugar con sus amigos. Una de esas tardes, vio a Kike bajando por la misma calle. Ósver lo reconoció al instante y lo llamó:




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